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Fran Herrera cuenta cómo el acoso cibernético puede empezar de la manera más tonta para convertirse en un cuento de terror. Un texto valiente sobre una de las variantes de la violencia de género que se disparó durante la pandemia

Cuando nos encontremos te voy a dar a probar el famoso flan de coco de mi familia. Viajó desde la isla hasta el continente, de las manos de mi abuela a las de mi papá y de él pasó a las mías”, me escribió J.M. una tarde de abril de 2020. El amor entra por la boca, reza el refrán. En mi caso, fue por los ojos y vía WhatsApp. El aburrimiento de la pandemia nos empujó a relaciones virtuales. Fue así, a raíz de la distancia social, que conocí a J.M.

Me había contactado cinco semanas antes por Twitter y sin darme cuenta, a los pocos días, ya estábamos chateando por WhatsApp. Al principio intenté recordar si lo conocía de otro tiempo o si teníamos amistades en común, pero no encontré nada. Tan sólo había distinguido su presencia por algún like ocasional, que dejaba por aquí o por allá en mis publicaciones sobre música. Pero era tan entusiasta y tierno que no me importó no saber, en realidad, quién era. Teníamos tanto en común. Si yo le decía que me gustaba Serú Girán, él me hablaba de Charly García y Pedro Aznar. Cada día había una nueva señal que nos ponía más cerca. Lentamente fui bajando mis barreras.

Y la relación fue creciendo. Hasta el punto de que juntos matábamos las horas del confinamiento. ¿Cómo hubiese sido el confinamiento sin estas tecnologías? ¿Quién puede estar en contra de estas plataformas que a pesar del confinamiento permiten cierto contacto humano? El aburrimiento es menos aburrido cuando uno tiene con quien compartirlo. J.M. se fue convirtiendo en ese aliado contra la soledad del Covid. “Buenas Noches, que duermas bien”, me decía al finalizar el día dejándome alguna canción de regalo.

Podría seguir alimentando esa fantasía sobre nuestra historia de amor durante páginas. Pero llegados a este punto, alargar la historia sería inútil y estaría faltando a la verdad. Porque mi “historia de amor” tiene menos de “amor” y más de terror: a mediados de 2020 y con mucho esfuerzo entendí que había sido víctima de acoso cibernético. Comprendí que J.M. era en realidad un desconocido que supo ingresar a mi vida a través de mis redes sociales practicando ciber acoso, que no es más que una forma de manipular, hostigar a través de medios electrónicos a una persona o colectivo —con bombardeos de mensajes, love bombing o seducción, maltrato sistemático (bloqueo y activación de cuentas) y luego una violencia que terminó de derramarse sobre algunos de mis conocidos en sus cuentas de Twitter.

Te quiero ver hoy —me dijo un día de repente.

Un poco me asustó. En medio del confinamiento no se podía salir y tampoco era seguro hacerlo. Al fin y al cabo, por más soledad compartida de manera virtual, sí era un desconocido. J.M. insistía de una forma que me ponía incómoda. Se lo dije y se cabreó. Levantó algo así como una ley del hielo y, de inmediato, me comentaba sobre otras mujeres. El flan de coco comenzaba a aguarse. A partir de allí, la manipulación emocional sólo escaló hasta llegar al punto de amenazar en dos oportunidades con quitarse la vida a menos que hablase con él.

Una selfie de Francia Herrera en el metro de Panamá.

¿Cómo pasó esto? ¿En qué momento una relación nueva se transforma en tóxica? Eso me pregunté el día que me tocó abrir los ojos, cuando le avisé que no iba a estar tanto online por cuestiones laborales. Lo aceptó con normalidad, deseándome lo mejor. O eso parecía. Porque fue entonces que empezó el suplicio.

No transcurrieron ni diez horas cuando al encender mi celular nuevamente encontré veinticinco mensajes en el WhatsApp: una retahíla de mensajes compulsivos que se apilaban frente a mí. Compulsivos y machistas. “Ayer salí a dar una vuelta y otra vez mi vieja molestando, porque no puede ser feliz sin controlar a los demás”, era uno. “Mi hermana sigue sin contestar los mensajes, cómo odio que me haga esto”, otro. Y otro más: “Viste que me hice amigo de esa compañera tuya EP”. De repente, un enlace de una cursilería sobre un perrito y una cotorra. Se que parece inocuo, incluso de risa, pero para mí era la puerta a sus pensamientos más obsesivos y oscuros, su obsesión con el suicidio, su desprecio por las mujeres, incluso los problemas con la madre o con su hermana que no le devolvía los llamados ni en su cumpleaños, que las mujeres todas eran iguales. Sentí un peso en la boca del estómago. Reconocí esa sensación: se llama miedo. Quise poner un alto de inmediato pero me vio conectada, y comenzó a mensajear sin parar.

¿En qué me había metido? ¿Acaso todo eso era mi culpa? Era evidente que J.M. no estaba bien, pero yo tampoco. ¿Qué más podía hacer? Del inicio amoroso no quedó nada. Sólo un reguero de violencia y angustia del que meses después aún me estoy recuperando.

Lo que hice fue hablar con amigas, investigar y leer sin parar. Entendí que no soy la única a la que le pasan estas cosas: el 23 por ciento de las mujeres dice haber sufrido abuso o acoso en línea al menos una vez en su vida, según una encuesta realizada en el 2018 en los países de la Unión Europea. En Perú durante la pandemia se registraron 189 casos en un mes en el sitio No al acoso virtual. En Brasil, el 65 por ciento de los casos de cyberbullying y ofensas lo padecen las mujeres, la mayoría son afro o trans. Aquí, los casos se multiplican sin que el sistema judicial haya decidido clasificar —mucho menos contar— este delito, aunque la figura “violencia mediática” está contemplada en la Ley 82 de 2013. Las mujeres hemos aprendido a resistir en soledad y por nuestra cuenta. ¿Qué otra cosa nos queda?

Como una forma de terapia, Francia dibujó.

Siempre están los que podrían mirar con desconfianza y hablar de exageración. Pero no: pasa mucho, pasa seguido, nos pasa a las mujeres. Lo que pasa es que la violencia psicológica no se ve. Tampoco hay escucha. Es como las fotos de ciudad de Panamá: se ven los edificios, el mar, se ve el Casco Antiguo a lo lejos, pero no se ve el tranque, ni se siente el calor, ni ninguno de esos sometimientos cotidianos. Cuando alguien te agrede físicamente, hay moretones, hay sangre. En el abuso cibernético las marcas no se ven. El terror se vive internamente.

La violencia psicológica es invisible pero se siente en el cuerpo de la víctima. Sientes como se expande hacia dentro y te inmoviliza. A pesar del miedo, la manipulación y la confusión, tienes que recolectar fuerzas para poder huir. Si no quedas sola, llorando, encerrada en tu casa, sin poder abrir tu teléfono. “Así funciona la violencia machista», señala la filósofa argentina Leonor Silvestri durante uno de sus Talleres de la Mala Víctima. Somos tan conscientes de esta suerte de “palo por que va y palo porque no va”, que no importa si reúnes pruebas, si sufres de insomnio, si coleccionas moretones o no te puedes levantar de la cama por miedo: siempre que sobrevivas o puedas hablar, van a dudar de ti, porque de la víctima siempre se duda.

G.E., amiga y familia elegida, fue mi compañera en ese paseo por el infierno. Siguió toda la historieta de amor desde sus inicios hasta cuando llegamos a ese acantilado sin fondo y, sin que le temblara el pulso, me aconsejó: “¡Alejate de J.M. y si quieres bloquealo!”.

A veces el terror llega a tu vida sin ninguna explicación. Al inicio de mi investigación, entre el vacío total de publicaciones e información sobre casos de acoso cibernético en Panamá, me topé con un comunicado donde el Ministerio Público transmitía la resolución del caso de María Patricia Zubieta, mejor conocida entre el público panameño como Piky. Bloguera e influencer, abanderada de la #ActitudPlus por la diversidad de cuerpos desde su blog ‘Entre Libras’, el 2 de octubre de 2020 había obtenido justicia tras tres largos años siendo acosada con amenazas de violación y asesinato a través de mensajes directo a su sitio en Instagram. Su caso es una bisagra que marca un antes y un después en la jurisprudencia panameña sobre abuso cibernético: por ser el más simbólico por notoriedad y porque llegó a condena.

La pesadilla de Piky había empezado mucho antes, cuando capitalizaba con seguidores, likes y contrataciones los frutos del sentido del humor y empatía que compartía en su blog, que era catarsis y apoyo terapéutico desde 2016. Justo en la cresta de la ola, una nube se posó sobre la vida de Piky y su familia, a través del mismo medio que ella había usado para sanar: el mundo virtual. Fue así: a finales de 2017, aprovechando su popularidad, Piky se puso al servicio de la campaña ‘No más violadores libres’, al mismo tiempo que en la Asamblea Legislativa se discutía el proyecto de ley 584 para aumentar las penas a violadores de menores. Entonces empezó a recibir mensajes con burlas o cuestionamientos. Una noche, mientras revisaba sus mensajes, encontró una amenaza.

No sabes lo rico que es violar a un niño. Es algo fuera de este mundo!!… Un día tus hijas sabrán lo que significa”, decía el mensaje, acompañado por un video en el cual un hombre abusa sexualmente de un niño frente al lente de la cámara.

El mensaje que recibió Piky de un acosador.

Quedó petrificada. Todavía llena de lágrimas, marcó al celular del exdiputado Iván Picota, quien le aconsejo poner la denuncia de inmediato. Lo hizo el 8 de noviembre de 2017. Y empezó un viacrucis que concluyó en una audiencia en septiembre de 2020, cuando tuvo que enfrentar cara a cara a su abusador en el marco del proceso judicial. Piky lo contó en una entrevista en vivo que hizo para el Instituto Panameño de Derecho y Nuevas Tecnologías (Ipandetec), donde confesó lo difícil que fue controlarse durante la audiencia, mientras miraba fijo a los ojos de su acosador.

Estaba harta. Además del acosador, soy víctima del sistema.

Con la voz quebrada y las ideas firmes, Piky contó que te conviertes en doble víctima: del acosador y de un universo que te obliga a pasar por el trauma una y otra vez para conseguir frenarlo. Finalmente la Procuraduría condenó a su acosador, David D’anelo Phillips Taylor, a setenta meses de prisión por acoso psicológico. Piky consiguió justicia pero no reparación: el trauma, el miedo y el dolor no se va.

Es una sensación que reconozco. No importa que sean circunstancias distintas. Escuchar la experiencia de los demás nos ayuda a entender lo que nos pasa. Y esa rabia también estaba en mí. Ese es el recuerdo de la última vez que supe de J.M. Había recurrido a un grupo de compas feministas que me dieron asesoría legal gratuita y me di a la tarea de advertir a la mayor cantidad de mujeres de los círculos en los que me movía, por J.M. las contactaba. No sé cómo ni de qué manera, pero esto llegó a sus oídos y entonces me compartieron una captura de su muro. Decía cosas como “Cuidado Sociópata suelta» y “tengan cuidado con quienes conversan”. Era tan manipulador que me acusaba de todo lo que yo había vivido. Era mi culpa su acoso constante, sus insultos, su odio visceral de género. El mensaje de J.M. terminaba así: “¡Espero que le haga bien ser una persona acusadora y manipuladora!”.

Era un infierno. ¿Ahora quién me iba a creer? Me hundí. Cerré mi cuenta de Twitter. Estuve por semanas pendiente de quién me enviaba invitaciones a mis otras redes. Deprimida y alerta, me sentía traicionada y desconfiaba hasta de mi sombra. Las víctimas de acoso o violencia en general modifican su vida para poder superar la frustración de que nadie les crea, dice la psicóloga Itzel Sayavedra. Esa falta de control sobre los rituales propios o las rutinas, esa pérdida de confianza en una misma, cuestionando tu criterio se traduce, según Sayavedra, en manifestaciones físicas que pasan por migrañas, gastritis, insomnio, déficit de atención, y un largo etcétera.

Doy fe: había perdido el apetito, no dormía y la confianza en mí misma desapareció. Lloraba por cualquier cosa y todo me irritaba. La sensación rara en las tripas me había destapado un torrente de recuerdos de agresiones de exparejas, acosos callejeros de perfectos desconocidos donde temí por mi vida y cosas así. Llegué a traicionarme de tal manera que por una temporada me convencí de que J.M. tenía razón, y todo eran ideas mías. Nadie es perfecto, me decía. Hasta que volví a reconstruirme para entender que no. Que esos rasgos tóxicos, bordeando lo patológico, que la cultura se afana en llamar “cortejo” y que todo un género de films románticos justifica, al final del día es violencia. Porque qué otra cosa sería que alguien, como hacía J.M., estuviera siguiendo cada uno de mis movimientos en la red, horarios y personas con las que interactuaba, en especial si eran otros hombres. De inmediato, mágicamente, aparecía un mensajito por WhatsApp:¿Todavía despierta? ¿Y posteando en Twitter a estas horas? ¿En qué andas?”.

Entonces, ¿por qué me alejé temprano? ¿Qué estaba esperando? ¿Por qué no me defiendo? El día que me decidí, bendito sea el distanciamiento social, no hubo grandes movimientos ni discursos de despedida. Lo que sí hubo fue auto preservación y retirada. Lo bloquee, me siguió llamando por dos semanas más y luego desapareció.

Uno de los dibujos que hizo Francia en terapia.

Pasaron meses hasta que tuve la fortaleza para levantar las capturas de pantalla de todas nuestras interacciones sin sentir náuseas ni vergüenza. Esa es otra historia. Armar un caso para interponer una querella o una denuncia requiere de un capital no solo económico, sino afectivo y psicológico. A veces la solución no sólo está en la vía institucional, sino como propone Peter Pál Pelbart en su ‘Filosofía de la deserción’: “Consiste en tejer alianzas, redes, es ahí donde está el verdadero acompañamiento”.

Así fue como llegué a la historia de Chevy Solís, una compañera del Espacio Encuentro de Mujeres (EEM) que desde sus investigaciones y trabajo ha sabido apoyar a un buen número de sobrevivientes de abuso y violencia sexual. De 2018 a 2019, la víctima fue ella y allí estuvieron sus compañeras del EEM que luego de meses de abusos, en octubre de 2019, lanzaron por sus redes la campaña #FeministaconOrgullo, en apoyo a las defensoras de los derechos de las mujeres.

No estaba lista para afrontar esto. Paso a paso me sentía sin fuerzas e impotente —dice Chevy Solís dos años después, en octubre de 2020, conversando por plataforma Zoom.

Chevy fue víctima de «ciberturbas»(Cyber Mub) un tipo de acoso enumerado por Danielle Citron en el libro ‘Hate Crimes in Cyberspace’: una campaña de desprestigio en redes sociales, con contenidos ofensivos y destructivos. Chevy ostentaba un cargo importante: la dirección técnica de una oficina del Estado en materia de derechos humanos. Con el fin de poner en entredicho su trayectoria, su capacidad y valiéndose de insultos racistas, la campaña de difamación se concretó con la publicación en Facebook de datos privados e íntimos, burlas clasistas y hasta el envío masivo de audios de WhatsApp. Tal fue el descontrol que se armó alrededor de su figura que una reconocida periodista la llamó acusándola de acoso laboral contra sus subalternos sin más base que los bulos esparcidos en redes. El hostigamiento sostenido duraría un año y la empujó a renunciar. Aunque no hubo final feliz, todo el camino contó con el apoyo de sus compañeras para rescatarse públicamente de ese mar de mentiras.

A medida que iba conociendo casos como el de Chevy, entendía lo importante que es documentar los ataques —guardar capturas de pantallas, audios, videos—, para tener las pruebas en caso de que los agresores quieran darte vuelta la tortilla y acusarte a ti. Son muchos los casos. Hablé con varias. Ana recibía llamadas a cualquier hora, siempre de hombres que le preguntaban cosas como qué le gustaba en la cama o la insultaban. Sharon cataratas de chats con un abanico irreproducible de insultos y amenazas. Y la lista sigue. Todas ellas me dieron consejos valiosos. Ninguna obtuvo justicia.

En Panamá no logran atender todos los casos de abuso. O porque los delitos no están tipificados, o porque las denuncias no se atienden debidamente, o porque quien atiende a las mujeres víctimas justifica al agresor, o porque la denuncia no avanza ni se articulan respuestas que pongan a resguardo a las mujeres víctimas. Panamá forma parte de la Convención sobre la Eliminación de toda forma de Discriminación contra la Mujer (Cedaw), pero no logra eliminarla ni atenderla.

La violencia permanece en la cultura. Y esto implica que se extienda a todas las esferas, públicas y privadas. En el seno de los hogares, en los patios de juegos, en los chat rooms. Se aprende, se repite y se padece. Y es un tema de gestión pública. Nelva Araúz Reyes, investigadora del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales (CIEPS), cree que hay que ampliar el diálogo, empujar políticas que involucren la participación y la re-educación sensible sobre la violencia contra las mujeres, niñas y mujeres trans. Invertir la dinámica social que siempre privilegia el castigo en vez de la prevención.

Para Araúz , la sanción y la prevención son igualmente importantes pero es necesario hacer énfasis sobre “educación en sexualidad para ayudar a prevenir o identificar situaciones de violencia, y a que los hombres dejen de generar violencia”. En materia de responsabilidad afectiva es primordial no re-victimizar a las mujeres o cuerpos feminizados.

En pos de mi proceso de recuperación, han salido al paso también otras estrategias para aminorar mi padecimiento. Audre Lorde —escritora y activista feminista que narró su cáncer en un diario donde invita a “poner el miedo en perspectiva”— escribe: “Tu silencio no te protegerá”. La recuperación de la propia narrativa del trauma es ganarle al poder, al silencio institucional. La cuestión es desdramatizar el hecho para que las sobrevivientes puedan vivir, para poder vivir. Vivir es una opción.

Revisar la historia de Lorde y la de mis compañeras, ser testigo de cómo se enfrentaron y siguieron, me da perspectiva de mi propio miedo, de mi dolor. Somos mucho más que víctimas, esa palabra espantosa llena de prejuicio machista y fría como las estadísticas que acumula traumas, cuerpos y heridas. Hoy creo que puedo darle la vuelta a todo eso. Me re-apropio de mi historia, pese a que soy consciente de que el abuso persiste mientras me enfrento a revisar las capturas de pantalla y organizo mi caso.

En este acto de escribir y desdramatizar el trauma que no es un invento mío, hay días que me siento más fuerte, más lúcida para encararlo sin tanta vergüenza, pero también días menos brillantes en que me encuentro atrapada en el recuerdo y me cuestiono si podría haber hecho todo mejor. Pero ya sé que en algún momento se pronuncia, se vuelve real, también se acepta y, con suerte, se deja ir.

* Esta historia fue editada por Guido Bilbao en el marco del taller Pensar el futuro/Contar Panamá, de Concolón en alianza con Ciudad del Saber, CREHO, PNUD Panamá y CIEPS.

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About the author

Música y profesora, Francia Herrera creció en la ciudad de Panamá, estudió en Argentina y se alimentó con la historia de un continente sangrante. Cineasta, lectora empedernida y melómana, la música ha marcado su vida: fue escuela, es creación y reducto de su resistencia. Con amigos, creó Radio Palenque, un grupo caracterizado por un estilo libre y orgánico, con ritmos vibrantes y mensajes sociales. Para Concolón, contó un poco de todo eso en Aquí está mi abuela (y estos son mis discos).

Francia Herrera
Francia Herrera
Música y profesora, Francia Herrera creció en la ciudad de Panamá, estudió en Argentina y se alimentó con la historia de un continente sangrante. Cineasta, lectora empedernida y melómana, la música ha marcado su vida: fue escuela, es creación y reducto de su resistencia. Con amigos, creó Radio Palenque, un grupo caracterizado por un estilo libre y orgánico, con ritmos vibrantes y mensajes sociales. Para Concolón, contó un poco de todo eso en Aquí está mi abuela (y estos son mis discos).