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Los derechos humanos de los no humanos en Panamá

En 2009 en Panamá llegó al poder Ricardo Martinelli, el hombre que desnudó la realidad: para que camine el proyecto rentista de acumulación por desposesión de las élites tradicionales, hace falta pasar por encima de los derechos de buena parte del país. ¿Algo ha cambiado desde entonces? A diez años de su expulsión del país, Paco Gómez Nadal repasa la historia de un país sin derechos y propone develar la perversidad para humanizar

Los derechos humanos, tal y como los entendemos, son un campo de disputa para occidentales. A pesar de haber sido formulados por el autodenominado Occidente y gestionados por sus agentes, comunidades, movimientos sociales, pueblos originarios, campesinas, afectados por los megaproyectos, movimientos políticos alternos suelen recurrir al discurso de los derechos humanos para tratar de contener las implacables embestidas violentas del sistema. La paradoja es que es el sistema el que determina quien es suficientemente humano para ser sujeto de derechos humanos.

Panamá no es la excepción en este extraño juego de sombras y tinieblas. Desde el supuesto regreso de la democracia en una base militar estadounidense con tutela del imperio del norte, el discurso dominante de Panamá trata de transmitir la idea de un país-balneario donde no pasan “las cosas” que han ocurrido y ocurren en otros puntos del hemisferio. Pero ocurren.

Después de décadas de silencio sobre lo acontecido en la invasión de 1989 —incluidas las complicidades u omisiones de muchos panameños y panameñas en las brutales violaciones de derechos humanos ocurridas en los días de furia y fuego militar—, llegó al poder alguien dispuesto a romper con la perversa costumbre elástica de la élite del país. Ricardo Martinelli accedió al poder en 2009 y con él se desnudó la realidad: para que camine el proyecto rentista de acumulación por desposesión de las élites tradicionales panameñas hace falta pasar por encima de los derechos de buena parte del país; esas gentes que son considerada subhumanas o no humanas, siguiendo la visionaria definición de Frantz Fanon, y que, por lo tanto, no son sujetos de derechos humanos (una exquisitez políticamente correcta reservada a los ciudadanos que sí existen).

Martinelli tuvo el descaro de hacer lo que se había hecho siempre pero con bulla y balas. Es propio de la fanfarronería del dinero, de la soberbia del poder de alguien que llegó a él presumiendo de locura y de dólares. Entre 2009 y 2014 se desató un hostigamiento y violencia contra el movimiento social panameño sin paragón. La asesina represión de las huelgas de Bocas del Toro de 2010, las mujeres violadas en las comisarías tras las detenciones en la carretera de San Félix en 2011 en las protestas por el Código Minero, la salvaje represión de las movilizaciones negras de Colón en octubre de 2012, los desplazamientos y agresiones a quienes protestaban contra megaproyectos como Chan 75, Barro Blanco o Petaquilla, el robo de tierras y la agresión alas gentes de Pedro González o de Isla Colón (Bocas del Toro), las presiones hasta el exilio a las defensoras de la Laguna de Matusagaratí (Darién), las detenciones de líderes indígenas o sindicales, la expulsión de observadores de derechos humanos… La lista es interminable y no es que antes no hubiera protestas o que nunca se hubiera producido represión de las mismas, pero con la administración de Martinelli todo fue más descarado, más descarnado, más brutal.

La Policía disparaba a los ojos de los huelguistas en Bocas del Toro desde los helicópteros, los antimotines atropellaban a los pueblos Ngäbe y Buglé en San Félix y los testigos eran aislados para evitar registros audiovisuales. La violencia del Estado al servicio de la economía y de la egolatría. Para que eso ocurriera, Martinelli necesitaba de muchos cómplices por acción o por omisión. Desde su vicepresidente (Juan Carlos Varela), hasta decenas de cargos medios y altos de su Gobierno; desde los oficiales de la policía o del Senafront, hasta autoridades municipales que no abrían la boca; desde las grandes familias beneficiadas con la expulsión de los nadie de sus territorios, hasta los altos funcionarios de Naciones Unidas que, como siempre, tratan de nadar y de guardar la ropa para no perder su posición de privilegio.

Mientras la violación evidente de los derechos humanos ocurría contra el movimiento social organizado, Panamá seguía violando derechos básicos de la forma habitual: las cárceles y centros de menores nunca han sido otra cosa que vertederos de subhumanos, la comunidad LGBTI no está conformada por personas sino por rarezas; la población afropameña era y es folclorizada en el mejor de los casos y siempre discriminada racialmente; los diferentes pueblos indígenas del país sólo sirven si no se quejan y posan para la foto de turistas; los ambientalistas no dejan de ser ñángaras camuflados en contra del “desarrollo”; la educación un sistema de depósito de niños y niñas pobres a la espera de convertirse en las mucamas y jardineros del futuro; la salud pública una quimera; la libre expresión o el disenso, una grosería.

¿Algo de esto ha cambiado desde entonces? No parece. El último escándalo alrededor de los albergues de menores es la mejor prueba, pero podríamos elaborar una extensa lista de víctimas “necesarias” para que las grandes familias de Panamá sigan prosperando y para que el territorio se venda a cachitos con la promesa de que el turismo traerá un maná de empleo y bienestar. Pero lo que hay detrás no es turismo, es crimen organizado. Todos los gobiernos panameños han mirado hacia otro lado cuando las mafias internacionales, los blanqueadores de dinero, los dictadores o represores en huida y los evasores de impuestos han elegido el país como base de operaciones. La plata fluía. Llegaba a los bufetes de abogados y sus negocios opacos, a los especuladores de la tierra y a los constructores sin escrúpulos, a los cultivadores de palma aceitera o a las multinacionales mineras, a los dueños de casinos y a los vendedores de humo en restaurantes de lujo. La plata sigue fluyendo.

Pero la mafiocracia que respalda ese inmenso negocio nunca fue tan evidente como durante el gobierno de Ricardo Martinelli quizá sólo comparable al crimen organizado oficial del régimen de Noriega.

Cuando, desde la diminuta organización Human Rights Everywhere, pedimos que se incluyera a Panamá en los informes sobre violación de derechos humanos de Amnistía Internacional la primera respuesta fue que “en Panamá no pasa nada de eso”. El discurso repetido como un mantra entre la Panamá visible había cuajado en el exterior. Cuando remitimos a Naciones Unidas los primeros informes detallados de las violaciones en Changuinola o en Colón, la sorpresa fue mayúscula. O no. Naciones Unidas sabe todo. Sólo hay que echar un ojo a los documentos oficiales del Examen Periódico Universal sobre la situación de los Derechos Humanos por el que Panamá está pasando ahora. Ahí está todo. La ONU denuncia falencias en todo: los derechos de mujeres y comunidad LGTBI, los de las personas con viven con alguna discapacidad, la de los y las privadas de libertad, los de los migrantes y peticionarios de refugio (se rechaza el 99,5% de las solicitudes). Diferentes agencias de la ONU denuncian, por ejemplo, que “el racismo atraviesa todas las esferas y segmentos de población en el país” o “los efectos de la pobreza en las tasas de abandono escolar” y “el hecho de que con la actual asignación presupuestaria sea menor el nivel de preparación de los maestros e insuficiente la infraestructura educativa”. Pero si uno lee el informe que ha presentado el Estado panameño, deducirá que el país es el paraíso de los derechos humanos y que la diversidad y el disenso son parte de la genética de esos gobernantes y altos funcionarios que, en realidad, son la empresa de servicios y seguridad de esa pequeña élite atrincherada en sus casas amuralladas o en esos edificios con vocación de asaltar el sol.

La mentira fundacional del país es, además, funcional. La única esperanza, como siempre, está en las resistencias. La historia oficial del país está jalonada de próceres, pero la historia real de Panamá está plagada de esas resistencias: desde la terquedad valiente de Victoriano Lorenzo a las huelgas de los trabajadores del Canal en 1920, desde el movimiento inquilinario o la Revolución Guna de 1925 a la Marcha del Hambre y la Desesperación en Colón en 1959, desde el movimiento popular soberanista que terminó con los dramáticos y heroicos hechos del 9 de enero de 1964 hasta la lucha del pueblo Naso durante la primera década del siglo XXI… La lista es interminable, el silenciamiento es infinito.

El Gobierno de Martinelli sirvió más de lo que se calcula a las élites. Aniquiló buena parte del tejido social que tomaba forma en esos años. Además del vigoroso movimiento ambientalista, pueblos originarios organizados estaban dando la pelea, se tejían alianzas entre jóvenes urbanos y movimientos rurales, había una efervescencia que iba más allá de la clásica —y obtusa— SUNTRAC… Pero los golpes fueron terribles. Recordemos cuando se filtró una lista de supuestos líderes que pretendían, según el Gobierno, atentar contra el sacrosanto Canal de Panamá, o las detenciones arbitrarias en los territorios, o el hostigamiento judicial a periodistas. El cansancio en líderes y lideresas muy jóvenes o las campañas de difamación contra los más experimentados fueron constantes y brutales y su efecto se ha notado.

La llegada de Varela supuso, al menos, la bajada de la presión y cierto relajamiento (necesario) de los movimientos sociales; ahora, todo es cuesta arriba.

Los derechos humanos de los no humanos en Panamá son quimera sin remedio. La única apuesta que parece con sentido es la de retejer un movimiento popular y social que, más allá de la clásica mirada colonial de la izquierda, vuelva a poner a las personas y al territorio que habitan en el centro del discurso. Visibilizar la estructura perversa que expulsa a la periferia de lo que importa a la mayoría del país es fundamental.

Pongámoslo así: el Metro de ciudad de Panamá es símbolo del progreso o la prueba de que después de expulsar a los nadie del centro de la capital, las élites necesitan que lleguen puntuales al puesto e trabajo y al puesto de consumo (el mal). Develar la perversidad de lo acontecido es un primer paso para humanizar a quienes han sido desprovistos de lo más esencial.

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About the author

Periodista, activista de derechos humanos, librero y gestor de sueños colectivos, Paco Gómez Nadal vivió en Panamá desde durante siete años, desde 2004 hasta 2011, cuando el gobierno de Ricardo Martinelli interrumpió de manera violenta su residencia en el país. Fue detenido, junto a Pilar Chato, el 27 de febrero de 2011 y expulsado de Panamá 48 horas después.

Paco Gomez Nadal
Paco Gomez Nadal
Periodista, activista de derechos humanos, librero y gestor de sueños colectivos, Paco Gómez Nadal vivió en Panamá desde durante siete años, desde 2004 hasta 2011, cuando el gobierno de Ricardo Martinelli interrumpió de manera violenta su residencia en el país. Fue detenido, junto a Pilar Chato, el 27 de febrero de 2011 y expulsado de Panamá 48 horas después.