Un dictador puede ser derrocado, exiliado o incluso morir y sigue con nosotros: quedan sus hogares. Tras 92 años del nacimiento de Omar Torrijos, Víctor A. Mojica intenta responder una pregunta complicada: ¿Qué hacemos con la casa del tirano?
El poder también se comprende donde desayuna el déspota. Al tirano se le conoce mejor en su hogar, donde no lleva disfraz. Somos honestos detrás de las cortinas. Una casa de Omar Torrijos, nuestro dictador más destacado, es un museo que dirige una fundación que lleva su nombre, que tiene el fin de resaltar al soldado que vivía allí. La residencia es una barraca, una galera de tres plantas, que promociona, adicionalmente, la madera del lugar. Torrijos la usaba, más que todo, para meditar.
Una década antes de que se construyera esta casa, Torrijos, como lo hacen los dictadores, participó en un golpe de estado, en 1968. En Argentina, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras, en América Latina, en 11 Estados latinoamericanos gobernaban militares. Torrijos era uno de esos soldados, un egresado de la Escuela de las Américas, centro educativo de monstruos como Videla o Stroessner o Banzer, que leía al poeta Machado y que le gustaba dormir en montañas con gente pobre.
La residencia se construyó en un pueblo al que no le prestaba atención nadie y que popularizó con los años. Allí llevó búfalos, una iglesia, a John Wayne, a Mario Vargas Llosa y a Giocanda Belli y a guerrilleros, artistas, intelectuales, gente que lo entendía como un soldado pensador, como un padre estricto con sentido del humor, una especie de malvado que no era ni comunista ni fascista
La última vez que visité esta casa del dictador, fui con mi pareja que había leído las memorias de Graham Greene y de Chuchú Martínez y como española sentía muchísima curiosidad con el general y con su casa de campo adentro. Era tal vez la única oportunidad que tendría para conocer esta residencia porque pronto nos mudaríamos de país; y precisamente eso dijimos a una vecina custodia del museo, la única que tenía una llave para entrar, que no quiso abrirnos la puerta porque era fin de semana y porque también tenía un poco de pereza.
Así que solo vimos la barraca desde afuera y lo imaginamos dando órdenes desde una hamaca, perezoso sobre una de ellas, con sus habanos de Cuba tallados con su nombre, diciéndole a sus invitados que «al hombre que trabaja es a quien hay que dar todo el respaldo».
En Irán, me dice Jon Lee Anderson, es distinto. «En el caso de los palacios del Sha, la revolución islámica que gobierna Irán los mantiene abiertos al público para demostrar la supuesta decadencia del Sha.»
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Los dictadores pueden controlar todo menos el destino de sus primeros hogares. Hugo Chávez es de Barinas, Venezuela. En mayo de 2017 una turba enardecida quemó su primera casa. El pederasta asesino que gobernó Paraguay, Alfredo Stroessner, nació en Encarnación, Paraguay. Esta residencia es un atractivo turístico que recomiendan hoteles. La última vez que visité el hogar donde nació hace noventa y dos años Omar Torrijos, el soldado que dirigió la negociación panameña que logró la recuperación del Canal que controlaba a perpetuidad Estados Unidos, era un salón de belleza con una placa que nos recuerda que allí nació el general.
Omar Torrijos era como aquellas personas a las que se le dificulta alejarse del inicio. El principio es permanente. Había nacido en una casa con campesinos pobres que jamás olvidó. Faltando algunos días para la firma de los Tratados Torrijos-Carter, se recordó de ella y llevó hasta Santiago de Veraguas al novelista Graham Greene para que conociera su primera casa. Torrijos manejó casi doscientos kilómetros desde David, Chiriquí, con Greene, con el poeta y confidente, Chuchú Martínez y una joven amante, una estudiante de Sociología en Estados Unidos, que según Greene «tenía inteligencia y valor, ternura y lealtad y era beneficiosa para Omar».
Aunque el recorrido entre estas dos provincias no ha sido documentado integralmente, más allá de la referencia del novelista, uno puede imaginar al grupo de amigos riendo entre una larga carretera rodeada de montañas. Al llegar a Santiago, Torrijos les presentó a unos viejos amigos de la infancia, a un camionero y a un mecánico, recordó a un primer amor con quién pensó escapar de Santiago y también les mostró la residencia donde había nacido. Ni en la cumbre de su carrera como dictador, el general dejó de pensar en ese hogar de barro donde jugaba descalzo con sus once hermanos. «Se sentía feliz y a gusto en aquella pequeña casa de pueblo» escribió Greene.
Ese día que la visité pasé algunas horas esperando curiosos que preguntaran por Omar y su casa, pero nadie lo hizo. Los que iban preguntaban por los peluqueros.

La placa en el frente de la casa donde nació Omar Torrijos un 13 de febrero de 1929, en Santiago de Veraguas.
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Los dictadores se preocupan por las próximas generaciones familiares. En Chile, en Santiago, todos saben que uno de los hijos de Augusto Pinochet vive en el barrio El Golf, donde vivía su padre, otro terrible dictador del continente; y también saben los chilenos que la mansión de campo, El Melocotón, que compró y decoró el villano, con exuberancia y con fondos públicos, la controlan familiares. Un hijo de Omar Torrijos, que se llama igual al padre, es quien vive hoy día en la casa de playa que tenía el general en Farallón, Coclé, a orilla del mar pacífico, frente a una larga playa de arena blanca. Hace poco me invitó a conocerla.
A Torrijos le gustaba el mar, le gustaban los pescadores borrachos que lo insultaban cuando pasaban por su casa, pero también le gustaba la actuación. El dictador era un comediante. Antes de la firma de los Tratados Torrijos-Carter lo visitaron, en esta residencia, un grupo de periodistas gringos. En Estados Unidos se tenía la impresión de que era un hombre tenebroso inclinado a Cuba y a Rusia y con esta reputación no se llegaba muy lejos en una negociación con ellos. Cuando llegaron los periodistas a su casa se asesinaban —o se torturaban— estudiantes en Panamá. Existían desaparecidos en todo el país. La oposición vinculaba a los militares con el tráfico de drogas y los señalaba de corruptos. Los partidos políticos eran ilegales. Los medios de comunicación tenían censores. La conspiración era mal vista. Panamá, cuando llegaron los periodistas gringos a Farallón, era una dictadura que se guiaba bajo una lógica de guerra y que estaba a un paso de conseguir un logro político histórico: firmar un acuerdo canalero que les devolvía el territorio despojado por Estados Unidos y la administración del Canal, lo que no había sucedido desde que existía el peaje interoceánico desde principios de siglo XX. En aquellos años nos gobernaba el Diablo y Dios.
Torrijos tenía ese día la misión del mago: engañarnos a pocos metros. Presentar al adolescente que se hizo soldado antes de tener cédula, al militar que superó todos los escalafones de la guardia nacional y que tenía cuatro cursos —uno de ellos especializado en insurrecciones— en la Escuela de las Américas, como un dictador, pero uno que caía bien.
El encuentro lo registra Harper ‘s Magazine en 1977. Joan Peters dice que cuando vieron a Torrijos en su hamaca en Farallón alguien de la delegación susurró: «se parece a (Humphrey) Bogart». El soldado tenía 48 años. Tomó a cuatro mujeres de la delegación, una de ellas la relatora —«porque necesito una belleza conmigo»—, al embajador de Estados Unidos, y avisó que cambiaba de planes y se iba para Veraguas, para su pueblo, y se los llevó en un helicóptero. El resto de la delegación viajó en avión.
En Santiago se lanzó uniformado a una piscina repleta de estudiantes. Reconoció a los periodistas que era un tipo perverso, un dictador, pero del amor. Se burló de las etiquetas y de los protocolos de las delegaciones diplomáticas que había visitado recientemente en una gira por Europa. «Lo malo —dijo Torrijos— es que estoy empezando a disfrutar los viajes, las fotografías, los trajes y las corbata». Peters escribió que el general «es un imitador con talento y su audiencia estaba encantada con sus imitaciones».
Y así sucedió hasta que el dictador se molestó porque los periodistas hicieron las preguntas incómodas: si no le preocupaban los derechos humanos, si los medios tenían que ser libres, si el canal era importante. Torrijos respondió algunas de ellas y luego los amenazó con una guerra. Ese día volvieron a Farallón y la delegación pensó que el dictador malhumorado ya no volvería con ellos, pero el tirano regresó sonreído y se rieron los periodistas con él nuevamente, de sus encuentros con Fidel Castro, hasta que marchó y la delegación disfrutó de la playa que tenía en casa. Uno gritó «¡bravo!», en algún momento de la gira, mientras escuchaba al general explicar su proyecto educativo —«porque mucho estudio intelectual deforma y mucho trabajo te hace tonto»—, otros dijeron que favorecían el tratado y Peters tituló su crónica como El genial déspota.
Esa casa la conocí hace algunos años cuando me ganaba la vida, como Torrijos, haciendo sonreír a turistas. Al igual que el soldado disfrutaba engañar al visitante. En las noches iba al mar próximo a su residencia donde se formaban, en ocasiones, encuentros sexuales intercontinentales. La casa de Torrijos era vecina de una antigua base militar y de un colegio militar que había en su régimen. La casa de Torrijos, cuando me emborrachaba los lunes, era vecina de un paraíso para gente del norte, del más norte de América, que solo sabía de piñas coladas. Yo les decía que allí vivía Torrijos y seguían bailando.
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Los dictadores, según Peter York, no tienen buen gusto. Esto lo explica en su libro: La casa de los dictadores. Ni Franco ni Hitler ni Stalin ni Lenin ni Musolini ni Husein, lograron construir casas increíbles. «Son el fracaso de la imaginación» según el escritor. Anti vanguardias, reaccionarias y feas, pese a contar con recursos de toda índole, normas constructivas favorables y acceso a artistas. Algunas, como las de Gaddafi, coincidían en su decoración interior con la obscenidad de las residencias de Trump. Los tiranos no leyeron a Borges cuando dijo que «el lujo me parece una vulgaridad». Omar Torrijos no escapa de esta realidad y es incluso más dramática: vivía en la casa de un amigo en Calle 50.
Hace unas semanas visité Panamá brevemente. Primero fui al Archivo Judicial en Coclé en busca del expediente del accidente donde falleció calcinado y el archivador, hombre de una memoria ejemplar, no recordaba el número del bulto. Pidió mi ayuda y allí estuve con él buscando un crimen que se parecía a los miles adicionales que sostenían los archivadores.
«¡Aquí está!» dijo mi amigo el archivador finalmente y sacó el caso que nadie revisaba hace mucho tiempo. Luego viajé a la ciudad de Panamá porque debía volver a Chile. Tomé la Calle 50 y el severo confinamiento por la pandemia mantenía esa ruta transitada sin autos. Recordé que Torrijos dormía en la casa que tenía fuera de la ventana, que ya no es una casa, sino una plaza comercial donde se venden autos.
La casa de Calle 50, la que compartía con su amigo Rory González, o mejor dicho la casa de Rory González que alojaba a Torrijos, no estaba porque le había pasado lo que otros dictadores experimentaron: sus hogares se saquean. Después de la invasión a Panamá en 1989, —dice Zoilo Martínez en el libro Las guerras del General Omar Torrijios—, esta casa fue desmantelada, como también fueron saqueadas las pocas cenizas que quedaban de su cuerpo en su mausoleo en Amador.
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Pero Torrijos, que no quiso ser presidente como el vecino revolucionario, Fidel Castro, porque el cargo —dijo Torrijos— «no me complace», tenía otra casa —y otros escondites—, el hogar de su esposa Raquel Pauzner. Estaba en San Francisco, en la calle 74, vecina del músico Osvaldo Ayala. Esa casa, donde fueron los gringos el día de la invasión a aterrorizar a la viuda del soldado veragüense, me dijo la hermana menor del general, Berta Torrijos, es una plaza de estacionamiento. Las casas de los dictadores, también, se borran.
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Es fundador de Editorial Descarriada y autor del libro «Secar en invierno». Dirigió la extinta revista de crónicas y arte contemporáneo, El Guayacán. Sus trabajos se han publicado en Colombia, México, Chile, Portugal y en Panamá aparecen regularmente publicados en el periódico La Estrella. Participó en la reciente colección de crónicas latinoamericanas de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos.