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Mientras el manodurismo se expande y viraliza como la fórmula mágica para acabar con todos los males sociales, Corina Rueda Borrero propone una mirada feminista alejada de esa lógica de castigo. ¿Es posible escapar de la trampa maniquea entre el punitivismo clásico y el garantismo misógino?

Primer acto: “Cuelguen a los violadores”, grita una multitud en Bangladesh tras varios días de protestas contra la violencia sexual hacia mujeres. Finalmente, el 12 de octubre de 2020 el país aprueba la pena de muerte a violadores.

Segundo acto: Un vídeo muestra a un hombre golpeando a su pareja y su hija de 11 meses en Nuevo Tocumen, Panamá. Es Navidad y la policía detiene al agresor de oficio por violencia a la menor, pero llueven en redes sociales hacia la mujer y su supuesta incapacidad de denunciar.

Tercer acto: Es la madrugada del 30 de diciembre de 2020 en Argentina, miles de mujeres se reúnen en las afueras del Senado para escuchar la votación que legalizaría la interrupción voluntaria del embarazo y, por tanto, descriminalizaría su práctica. Pasadas las 4 de la mañana con 38 votos a favor, 29 en contra, millones de mujeres lloran emocionadas en el mundo entero: #EsLey.

Todos estos escenarios parecen alejados entre sí, pero no lo son tanto. Hay tres elementos que se repiten, aunque desde diferentes perspectivas. Primero, está la tipificación de un delito, es decir, aquello que el Estado determina que es un acto punible y por tanto debe ser penado. Después, hay un bien jurídico tutelado: derecho personal o público que ha sido violentado y que el señor Estado pretende proteger con una norma que sancione a quien lo transgreda. Y por último, está la opinión ciudadana sobre qué se debe hacer o no ante cada categorización de crimen. Esta última puede reforzar la lógica patriarcal del castigo con todas sus agresiones —dentro o fuera del sistema de justicia— o replantear desde una mirada de justicia feminista la forma en que el Estado nos ha visto como sujetos de derecho, trayendo consigo transformaciones profundas: el tercer acto.

La forma en que la Ley responde ante nuestros cuerpos tiene el poder de afianzar jurídicamente los valores que moldean la sociedad, lo cual va desde construir las masculinidades y feminidades binarias, hasta reforzar la pobreza a través del poder judicial y el sistema penal. No es secreto que las cárceles están llenas de personas empobrecidas y racializadas, demostrando cómo la justicia actúa diferente según la clase social y cómo, a su vez, la opinión popular se moldea de acuerdo a quien cometa la infracción.

Incluso, más allá del espacio jurídico, es notorio cómo el ámbito público jerarquiza la validez de la palabra desde una visión colonial de clase, género y raza. Un ejemplo: las mujeres blancas —conocidas como “Karens”— están habilitadas por la sociedad para señalar a personas racializadas en cualquier contexto, porque son conscientes que su blanquitud les da mayor credibilidad.

Parafraseando a la abogada y activista Violeta Assiego, si el feminismo pretende ser un movimiento liberador, es ilógico que apoye como solución emancipadora cualquier fuerza punitiva. ¿Y a qué se refiere con fuerza punitiva? A las cárceles y la policía y a cualquier fuerza colonial construida para reprimir como método para resolver problemas, sosteniendo herramientas del sistema patriarcal. En otras palabras, Audre Lorde —escritora y activista lesbofeminista— nos diría: “Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”. Tal vez, con suerte, usando sus propias herramientas y métodos para el reclamo de justicia en forma de venganza les ganemos en su propio juego, pero no dejaríamos de reproducir la lógica policíaca de represión.

Bajo esa lógica, el manodurismo clásico —propuesta de la ‘mano dura’ para solucionar problemas de inseguridad y delincuencia— se expande y viraliza como la fórmula mágica para acabar con los males sociales. Esta estrategia encierra una trampa: no resuelve ni termina con las violencias y libera al Estado de hacer su trabajo, el de articular soluciones para problemas con raíces profundas. Hay muchos estudios sobre lo poco que aportan las cárceles, tal como funcionan hoy, para reparar a las víctimas y prevenir los delitos. En uno de ellos, Máximo Sosso demostró que las cárceles argentinas son “prisiones-depósito” y, por lo tanto, el proyecto disciplinario/correccional del Estado fracasa: apenas busca controlar el problema mientras “el peligro” está secuestrado dentro de su territorialidad.

Esta propuesta confunde en lugar de responder a la responsabilidad de mirar y pensar las raíces profundas de los problemas: la desigualdad. Por un lado, crea a los malos perfectos —targets específicos sobre ciertos sectores— a quienes hay que caerles —y se les cae— para satisfacer la demanda social, sin importar si cometieron o no un delito. En ciertas sociedades esa operación tiene un nombre: profiling, que es lo mismo que crear una imagen de lo que se asemeja al peligro en base a imaginarios sociales para que la autoridad represora determine quién es el sospechoso, soliendo ser estos racializados, jóvenes y empobrecidos.

Conociendo que la inseguridad y delincuencia son efectos directos de la desigualdad social que el Estado encubre, y que la población exige respuestas al verse afectada, la “mano dura” se presenta como una opción ante el clamor popular. A este fenómeno se le ha denominado populismo punitivo: una estrategia encaminada a remediar el crimen que no es más que un alivio momentáneo, porque no destruye la mano patriarcal como expresión de la violencia que nos rodea y nos hace creer que la justicia se obtiene a través de la violencia.

Exigir más penas, crueldades o linchamientos públicos es dar apariencia de solución al problema de la violencia machista con la misma violencia que continuamente nos excluye, desmiente, desvaloriza, victimiza, revictimiza, humilla, viola y empobrece, sin llevarnos a soluciones reales. Por eso eliminar la cultura del castigo es un deber feminista.

Además, “la mano dura” despolitiza el problema de la delincuencia, y lo aísla e individualiza sin contextualizarlo con el imaginario colectivo donde se producen las agresiones. No hay acoso callejero de forma individual, es un problema social normalizado por la cultura machista. Cuando ocurre la desaparición de una mujer o de una adolescente no se señala la agresión o el agresor, se cuestiona a la víctima: que cómo estaba vestida, si iba sola o mal acompañada, se le sexualiza y humilla, o se responsabiliza a la madre, siendo estos factores indicativos de la cultura de la violación y pedofilia que impera en la sociedad, pero que no se atiende sistemáticamente.

Despolitizar estos actos y pretender resolverlos exclusivamente con sanciones, es un fracaso. Porque legitimamos un conjunto de herramientas para buscar justicia desde una visión impuesta por el Estado y no restaurativa —reparativa— para la víctima. Porque después de todo, ¿cuántas veces hemos visto compañeras asesinadas con órdenes de alejamiento en mano y sin ninguna protección para ellas y sus familias? ¿La cárcel, el linchamiento, el palo policial que vemos terminó con la violencia de género? ¿Cuántas veces las víctimas tienen la oportunidad de ser escuchadas, y de presentarse ante juzgados, fiscalías y demás instancias con dignidad? ¿Por qué hay un cheque en blanco que nos vemos obligadas a firmar a la hora de interponer una denuncia para que el señor Estado haga hasta con nuestras reivindicaciones, cuerpos y vidas lo que mejor le parece sin que nuestras voces cuenten? ¿Por qué el argumento de la “mala madre”, “mala esposa” o “mala mujer” es recurrente a la hora de procesar mujeres en el sistema carcelario, cuando en cambio la idea de la masculinidad agresiva y descontrolada por su naturaleza se refuerza? Todas estas preguntas deben también llevarnos a cuestionar la forma en que nosotros mismos entendemos el castigo y al castigado, y cuál debe ser el castigo que corresponda al que inflige la ley.

En este punto, vale aclarar que nada de lo dicho hasta el momento quiere decir que el feminismo antipunitivista apoye la violencia machista por el hecho de que el mismo no avale la represión como forma de contrarrestarla. Por el contrario, se piensa que la cultura del castigo nos hace más daño que bien y constituye, a su vez, un camino al deterioro de los derechos humanos, ya que el fin último de la represión es despojarnos de ellos para quedar sometidos a la fuerza policial absoluta.

A su vez, desde el feminismo antipunitivista tampoco se alienta al garantismo misógino, ya que la impunidad a través de acuerdos de penas donde se revictimizan a las afectadas, el no permitir denuncias porque sencillamente ‘no se nos cree’ o las excarcelaciones apresuradas, solo afianzan los pactos patriarcales. Por lo tanto, desde el feminismo antipunitivista se apunta que no es emancipador ni motivo de orgullo feminista la violencia estatal o punitivista en cualquiera de sus expresiones para alcanzar justicia, ya que tanto el punitivismo como el garantismo solo desvía la atención de la obligación del Estado de prevenir, reparar y garantizar que no se repitan actos violentos.

Usar el Estado, sus cárceles, su policía, su sistema procesal, sus dinámicas y formas de expresarse, nos lleva a buscar inconscientemente una justicia patriarcal —castigocéntrica, que no hace justicia—, creyendo que es para beneficio de la causa social o feminista. Sin embargo, como dice Begoña Zabala, la justicia patriarcal solo genera violencia patriarcal.

Eliminar la cultura punitivista va de la mano con la justicia feminista, que cree en la voz de las mujeres y los excluidos como una decisión política ante un sistema que continuamente ha desvirtuado su experiencia. También repiensa la forma en la que actuamos con el Estado para hacer valer el derecho de que nuestros cuerpos existan, y hasta comprende la integralidad en la que están fundadas las violencias de las justicias patriarcales, vigentes en nuestro sistema racista y aporofóbico que condena injustamente a los pobres y excarcela a los poderosos.

Por eso, se me hace contradictorio que por un lado busquemos como movimientos desestigmatizar el aborto porque castigarlo es castigar la autonomía de las mujeres, o que digamos #BlackLivesMatter mientras enarbolamos un discurso antirracista por la represión policial, pero al mismo tiempo exijamos endurecer penas y cárceles de máxima seguridad cuando gritamos #NiUnaMenos o #BastaDeCorrupción. Al final esto termina por replicar el clasismo de nuestro modelo de justicia, que enfatiza el rostro de quien representa lo “criminal” —mayormente pobre y racializado—.

No puede haber interseccionalidad a la hora de repensar el castigo si seguimos normalizando engrosar el catálogo de delitos. Una solución que se propone desde la justicia feminista es replantearnos qué entendemos como violento y cómo nuestra percepción de lo violento tiene raíces en la desigualdad, reforzando la pobreza y estigmas sobre grupos determinados como personas LGBTIQ, afrodescendientes, personas con VIH, entre otras. También implica replantearse las formas de reparación: ¿realmente el castigo punitivo o el resarcimiento económico son intervenciones eficaces? ¿las medidas burocráticas y rutinarias neutralizan el trauma de las víctimas? Y, por supuesto, exige un cambio en las normas sociales arraigadas que reproducen la violencia, y para lograrlo, es necesaria educación y cambio de cultura.

Para finalizar, quisiera traer una reflexión a la mesa. Romper los silencios impuestos por el mundo hacia las mujeres es parte del proceso político que hay detrás de este escrito. La rabia, el enojo, la indignación, son sentimientos válidos y transformadores que también son parte de estas nuevas justicias feministas, sin olvidar que la construcción de desigualdades no está hecha en una sola dirección y que si de verdad nuestro propósito como colectivo es la transformación de las normas de género machista, es vital ver más allá del mundo binario en el que hemos sido criados en donde solo hay castigado e impune.

Tal vez nos cueste y sea muy largo el proceso, pero una justicia sin represión es posible si empezamos por deconstruir la violencia misma.

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About the author

Escritora, abogada, feminista y activista de derechos humanos, Corina no para de mirar, pensar y estudiar los fenómenos sociales locales para entender cómo cambiarlos. Licenciada en Derecho, diplomada en Creación Literaria y en Gobernabilidad, Democracia y Derecho Internacional de los DD.HH., acaba de regresar a Panamá desde Londres, donde completó una maestría de género en la London School of Economics. Publicó sus poemas en Ayer será otro día (2018) y varias antologías nacionales e internacionales. Para Concolón, propone una alternativa de justicia feminista alejada del manodurismo clásico y el garantismo misógino.

Corina Rueda Borrero
Corina Rueda Borrero
Escritora, abogada, feminista y activista de derechos humanos, Corina no para de mirar, pensar y estudiar los fenómenos sociales locales para entender cómo cambiarlos. Licenciada en Derecho, diplomada en Creación Literaria y en Gobernabilidad, Democracia y Derecho Internacional de los DD.HH., acaba de regresar a Panamá desde Londres, donde completó una maestría de género en la London School of Economics. Publicó sus poemas en Ayer será otro día (2018) y varias antologías nacionales e internacionales. Para Concolón, propone una alternativa de justicia feminista alejada del manodurismo clásico y el garantismo misógino.