Si hay una cosa que creemos saber sobre el panameño, es esta: no le gusta trabajar. Algo en su naturaleza lo empujaría a ser perezoso, charlatán, juega vivo, poco serio, un poco seductor, un poco estafador, siempre pasando agachado. Gabo García de Paredes se mete en problemas y desmenuza una verdad no escrita que asegura que el panameño es vago por naturaleza. ¿Será verdad?
Si hay una cosa que creemos saber sobre el panameño, es esta: no le gusta trabajar. Algo en su naturaleza lo empujaría a ser vago, perezoso, holgazán, charlatán, juega vivo, poco serio, un poco seductor, un poco estafador, siempre pasando agachado.
El ‘ser panameño’ del que hablamos a menudo y el que hemos construido en nuestro imaginario colectivo es aquel que monta televisiones LED de sopotocientas pulgadas en paredes que están apunto de caerse, empeña miles de artículos para irse a carnavalear, hace millones de kilómetros de filas todas las navidades para conseguir un jamón regalado. Si por él fuera, la tarea más difícil que haría cada día sería cargar una caja de pintas hasta su casa. Todo menos esforzarse para cambiar su situación y salir adelante. En fin, que ser panameño es quererlo todo fácil y rápido y culpar a los demás si esto no sucede.
Esto es lo que nos decimos y escuchamos repetidamente en los bares, en las noticias, en la oficina, en las casas, con la familia y con los amigos. Es un bombardeo cotidiano. ¿Pero sabe qué? Es una idea falsa. Así como lee. Palabrería. Fake news. Tan falsa que las estadísticas internacionales la desmienten.
Una manera fácil de cuantificar la vagancia de un país es medir justamente lo contrario: su productividad. Y los panameños, aunque cueste creerlo, somos de los más productivos de Latinoamérica.
La manera más utilizada para medir la productividad de los trabajadores de un país es evaluar la relación entre el producto interno bruto de un país por cantidad de horas que sus ciudadanos trabajan —en palabras sencillas: cuánto dinero produce la gente por cada hora que trabaja—. Para el Banco de Desarrollo de América Latina, el panameño es el segundo que más produce en la región, solo superado por los trabajadores argentinos, que, cómo bien sabemos, no tienen este problema de autoestima.
Entonces, si somos tan diligentes en nuestros trabajos, ¿de dónde sacamos que el panameño es vago? ¿Por qué nos tratamos de esta forma tan denigrante a nosotros mismos?
Ileana Prado tiene 41 años, una maestría en gestión de proyectos y trabaja desarrollando las plataformas digitales de una empresa de transporte. Da por sentado que algo hay en esto de la vagancia y para ella la explicación es fácil: es cuestión de crianza. “No es que los panameños sean flojos,” dice, “pero son como echados, como acomodados. Si desde la familia no le inculcan a uno que debe trabajar duro, por lo general, no se esfuerzan mucho”, dice, y al decirlo, contra sí misma, se aferra a la creencia general aunque su propia historia contradiga esta creencia. En la empresa donde trabaja Ileana están encantados con ella. Es meticulosa, organizada, buena comunicadora y siempre da la milla extra. No es extraño encontrársela en la oficina a las siete de la noche, aún trabajando. Al llegar a casa, sin importar la hora, hace de maestra, sentándose a estudiar con su hijo todos los días. Ileana es un caso como los hay miles en Panamá. Sin embargo, cuando hablamos sobre ‘el panameño’, no pensamos en alguien como ella.
Un prejuicio es una opinión pre-existente, por lo general desfavorable, asumida contra toda evidencia. Es, por utilizar el viejo dicho, una mentira repetida tantas veces que empezamos a pensar que es cierta. Los prejuicios nos simplifican la vida. Como todo absolutismo tranquilizador, si la vida la dividimos entre buenos y malos, trabajadores y vagos, y etcétera, no hay mucho más que pensar. Así, navegamos nuestro mundo complicado sin tener que analizarlo mucho. Sin embargo, la mayoría de las veces los prejuicios nos pintan imágenes engañosas de la realidad, porque planchan complejidades.

Arte: Andrés Jácome.
Pero, ¿de dónde sale esa idea de que somos vagos aunque no? Para Marixa Lasso —historiadora, directora del Centro de Investigaciones Históricas, Antropológicas y Culturales AIP, ganadora de múltiples premios internacionales por su libro Erased: The Untold Story of the Panama Canal— está asociado al racismo y se extiende a todos los lugares de climas calientes donde los blancos son minoría: la desidia de los trópicos. “La idea de poblaciones desordenadas y poco afectas al trabajo existe desde los tiempos de la esclavitud en las colonias”, dice Lasso, pero se popularizó en el siglo XIX, un tiempo en el que se medían cráneos para tratar de determinar qué raza era la más avanzada. En los tiempos de la colonia, los blancos creían que los indígenas eran subhumanos y los esclavos, unos vagos imposibles. Paradójicamente, “eran los que trabajaban más duro y en las peores condiciones”, dice Lasso, y da el ejemplo: “Justo a quienes se les llamaba vagos era a los esclavos en las plantaciones”. Esa idea, exitosa aunque infundada, tenía motivaciones claras según Lasso: “Quitarle legitimidad a las protestas de los esclavos, que no querían trabajar en condiciones tan malas”.
Esa construcción sobre la vagancia del panameño tiene la misma función hoy en día. Existe a pesar de nuestras impecables cifras de productividad y sirve para invisibilizar lo más elemental sobre el trabajo en Panamá: la desigualdad. Y más aún, las condiciones en las que se ejerce el trabajo. A diferencia de un lugar como Alemania, por ejemplo, donde todas las personas tienen sus necesidades básicas garantizadas y donde el transporte público funciona a la perfección, aquí cualquier trabajador debe someterse a rutinas imposibles para trabajar: despertar cuando aún es de noche, aguardar el bus bajo un sol de mil incendios o una lluvia de susto, zambullirse por horas en la marea insufrible del tranque, cuando no amontonarse en el sopor de los piratas para poder pagar los boletos de todo el mes. ¡Si lo que asombra aquí es el empeño por trabajar! Pero, así y todo, sacrificio, trabajo y panameño no son palabras que se escuchan juntas a menudo. ¿O no?
Denia Mora, de 26 años, vive en Vacamonte con su esposo y su hijo de dos años, y trabaja en una empresa constructora en la ciudad capital. Para poder llegar a las oficinas compraron un carro —un Kia Rio, gris—. Entre la letra del carro y la gasolina, Denia y su esposo terminan gastando casi un quinto de sus salarios combinados. Y no está sola. 60 mil carros cruzan los puentes sobre el canal todos los días para llevar a trabajar a sus pasajeros que, en promedio, gastan el 13 por ciento de su salario mensual en transporte, ya sea público o privado, sin contar posibles préstamos de autos. Pero mucho peor que el dinero que gasta el panameño, sin embargo, es el tiempo que pierde.
Como tantos otros, Denia se mudó a las afueras de la ciudad cuando quedó embarazada, huyendo de los costos de vivienda en el centro. “No valía la pena pagar tanto dinero por un apartamento chico, donde mi bebi no tendría libertad”, dice. La imagen idílica de los folletos que se reparten en Atlapa cada año en Expovivienda, prometía niños felices, jugando en zonas arboladas, y padres relajados, observando a un costado, bajo la sombra de algún árbol. Eso también es una trampa: para llegar a tiempo al trabajo desde la casita de la publicidad, Denia y su esposo deben amanecer antes que el sol para salir de su casa a las 3:40 de la mañana y, así, llegar a la oficina a las 8. A la vuelta, lo mismo. Luego de todo un día de trabajo, salen de la oficina a las 6 de la tarde para llegar a su casa nunca antes de las ocho. Al final, se alejaron de la ciudad para darle una mejor vida a su hijo y ahora resulta que ni lo ven: se van cuando todavía duerme y, con suerte, regresan para leerle el cuento de las buenas noches. En total, invierten 17 horas al día en el trabajo. “A veces me siento una mala madre,” dice ella, resignada, “pero por necesidad no puedo dejar el trabajo. O es esto o no es nada”.
El caso de Denia no es la excepción, más bien es la regla. Según un estudio del Banco de Desarrollo de América Latina, los panameños pasan en promedio dos horas y media al día yendo y regresando de sus lugares de trabajo. Son los que más tiempo sufren el tranque de toda Latinoamérica. Y sus días no acaban cuando acaba el tranque. Después de los dos tercios del día que invierte en su trabajo, Denia, como Ileana, llega a su casa a seguir trabajando. A ellas les toca cocinar, servir la cena y alistar la lonchera para el día siguiente. Los domingos, el único día que no tienen que ir a la oficina, son para trabajar en la casa: lavar ropa, limpiar a fondo, pasar tiempo con su hijo, en fin, todas cosas que no se consideran trabajo pero son. Es algo que las mujeres de Panamá conocen muy bien: en el 70 por ciento de los hogares, las mujeres hacen el trabajo de cuidados, tengan o no empleo fuera de la casa, según una encuesta reciente del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales (CIEPS). Con la pandemia, sumaron un nuevo rubro: maestras. Otra encuesta, de UNICEF, arrojó que en el 75 por ciento de los hogares son las madres —o abuelas o tías o vecinas— quienes apoyan a los niños en la educación a distancia.
A esta altura, ¿sigue pensando que los panameños son vagos?
Volvamos al principio. Si esta es la realidad, una de sacrificio y entrega desmesurada, si los panameños trabajan tanto, ¿por qué existe este prejuicio? ¿De qué nos sirve pensar así de nosotros mismos? ¿Será que estamos mal de la cabeza?
La psicóloga clínica Mariana Plata R., creadora de DesAprendiendo, el segundo podcast panameño con más audiencia, apunta a que este comportamiento es normal y hasta tiene un nombre: proyección. “La proyección es una reacción emocional que tenemos cuando nuestra identidad se ve amenazada, y consiste en depositar en el otro las características negativas de nosotros mismos que no queremos ver” explica. Plata dice que es un recurso que, conscientes o no, usamos para diferenciarnos: “Para que esa identidad, que nos incluye, no nos salpique”. Es una manera de posicionarnos por encima de los demás. De construir un pequeño pedestal desde el cual mirar al mundo. Y salvarnos. Es decir, cuánto peor son los demás, más tranquilos nos sentimos. Por eso las malas noticias son las más leídas: porque nos recuerdan que nos salvamos. Por eso no nos cuesta nada hablar mal ‘del panameño’, sintiendo que no hablamos de nosotros.
Por suerte, no todos pensamos igual. Seis días a la semana, David Jiménez se desplaza durante dos horas hasta su puesto de guardia de seguridad, para encarar su turno de doce horas cada vez. Al terminar, lo mismo: dos horas de regreso a su casa, para llegar a cenar y dormir. Con su salario mínimo sostiene a su esposa, a su hija y a sus dos nietos. A veces deja de almorzar para que le alcance para el transporte. Oriundo de la comarca Ngäbe-Buglé, ha vivido el prejuicio en carne propia: “Cuando uno llega de la comarca, mal vestido, ni siquiera lo consideran para los trabajos”, dice y enseguida arroja la sabiduría de la experiencia: “Ese que está mal vestido es el que más duro va a trabajar, porque es el que más lo necesita”.
David lo tiene claro: en Panamá no falta esfuerzo, faltan oportunidades. “Cuando yo llegué a la ciudad, estaba ilusionado, pensando que iba a poder estudiar y tener un trabajo”, recuerda, “pero luego me topé con la realidad y todo eso se vino abajo”. Tres veces se matriculó en la universidad y tres veces la dejó porque no tenía suficiente tiempo entre su trabajo y sus estudios. “Tuve que decidir entre la comida y el estudio”, dice. A pesar de todo y a sus 49 años, todavía sueña con sacar su licenciatura.
Así que, ¿cómo nos convencemos de que eso que llamamos ‘el panameño’ no es vago? ¿Cómo hacemos para tratarnos con la misma compasión que David? ¿Cómo se destruye un prejuicio?
Mariana Plata da una idea: empatizar más. Marixa Lasso propone mirarnos con honestidad: estar dispuestos a enfrentar nuestros propios prejuicios. Un buen camino, para Lasso, es cambiar las imágenes que perpetuamos en libros de texto, en las noticias, en programas de televisión o que repetimos hasta el infinito sin pensar en conversaciones o en redes sociales.
¿Mucho trabajo para derribar un prejuicio? Si se mira el objetivo, no. El prejuicio nos hace desconfiar de nuestros vecinos, cercanos o lejanos, y desemboca en egoísmo y discriminación. Separa, divide, alimenta un universo de fealdades. Y nos vuelve mentirosos, injustos con las Ileanas, Denias o los Davides, que guerrean para cumplir sus sueños y de esa forma, mejorar nuestro barrio, nuestra comunidad. Y, bueno, el trabajo de deshacer un prejuicio puede ser pesado, duro y doloroso, pero más vale que no seamos muy vagos para encararlo.
* Esta historia fue editada por Guido Bilbao en el marco del taller Pensar el futuro/Contar Panamá, de Concolón en alianza con Ciudad del Saber, CREHO, PNUD Panamá y CIEPS.
About the author
A Gabo lo vuelve loco El Panameño. Esa persona que representa todo lo malo de nuestros paisanos pero que, por algún milagro, nunca nos incluye. Gabo está obsesionado con esta inclinación que tenemos de entender a miles de personas como un solo ente, como un solo personaje. Como economista, él también está entrenado para estudiar a la gente así, pero como escritor se da a la tarea de deconstruir esa visión. Para Concolón, exploró una de las cualidades que más se le atribuyen a su querido Panameño: la vagancia.