Aunque mundialmente fue famoso en 2016 por la filtración de los archivos de su firma, Ramón Fonseca Mora ya era conocido en Panamá antes de eso. Pasó de ser un joven con ánimo revolucionario a un abogado exitoso y rey del universo offshore, luego fundó un partido político y, finalmente, estuvo al lado del expresidente Juan Carlos Varela. Cuando ya había logrado acumular dinero y poder, dijo que quería ser Nobel de Literatura. Los Panamá Papers trucaron todos sus planes
Sentado en un sofá de su apartamento recién estrenado, a poco más de un año de Panama Papers, con varias causas judiciales en su contra y las esperanzas megalómanas que alimentaron su vida arrasadas, Ramón Fonseca Mora dice con el tesón de una bestia:
—No me arrepiento de nada. No he hecho nada malo.
Es la mañana del miércoles 5 de julio de 2017 y Ramón está a punto de cumplir 65 años. Temeroso de recibir periodistas en su casa, esta vez aceptó mi enésimo pedido y me guió por la sala lustrosa y luminosa de un piso alto en esas torres espejadas del centro de la Ciudad de Panamá hasta este cuarto de cuatro por cuatro, donde no entra la luz del sol. Ramón viste un jean azul, una camisa blanca y unos mocasines que lo hacen ver más como un oficinista que como el abogado que construyó una de las cinco mayores empresas facilitadoras de secreto ofishore del mundo.
—Aquí me paso el día. No salgo ni recibo a nadie —dice con una amabilidad blanda—. Casi le suspendo porque no me he levantado muy bien hoy. Pero bueno, lo pospusimos tanto… Pregunte lo que quiera.
Ramón Fonseca Mora es de estatura media, rotundo, que perdió varias libras después de Panama Papers. Ejercita con un entrenador personal a diario después de una rutina a la que se aferra como si fuese su única defensa: desde temprano chequea con sus abogados si le iniciaron demandas en algún rincón del planeta, luego lee algún ensayo o ficción y más tarde intenta escribir sus cuentos.
La conversación literaria lo anima: sus escritores favoritos —«Pío Baroja, por supuesto; Vicente Blasco Ibáñez; Machado para poesía; me encanta Bécquer, soy medio romántico»—, la pluma —«esos garabatos maravillosos que se llaman palabras y frases se convierten en la mente del lector en imágenes: es una magia»—, las hazañas pasadas.
—Me gusta la madera, soy artesano. Y pesco y soy piloto. También soy escultor, he tomado cursos en Francia y Estados Unidos de escultura en vidrio. Y cultivo naranjas, en mi finca.
Antes de Panama Papers, Ramón Fonseca Mora —tres matrimonios, seis hijos, varios millones de dólares acumulados— vivió numerosas vidas. Fue un joven de ánimo revolucionario, evangelizador, coleccionó mujeres contra todo precepto, trabajó para Naciones Unidas, bebió, fue un abogado exitoso armando estructuras offshore, hizo esculturas, política de alto rango, beneficencia; fue un trotamundos empedernido y, para más, un escritor con expectativas de Nobel. En todas se sintió un dios.
El domingo 3 de abril de 2016, esas secuencias autónomas desembocaron en un drama lineal que comenzó con la publicación de la investigación global Panama Papers, basada en los archivos de su firma, Mossack Fonseca, y continuó con causas judiciales, una prisión preventiva por dos meses, otro divorcio, una mudanza, el cierre de su firma y la expulsión del epicentro del poder panameño.
Ramón era un nervio vivo. Hoy es un bulto enancado entre la nostalgia del ayer y la angustia del destierro.
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Ramón Fonseca Mora había recibido avisos de que algo pasaría aquel domingo de abril de 2016. Los amigos del poder le habían advertido que un asunto grande lo golpearía con la fuerza del mar embravecido. No sabían cómo ni cuándo. Sólo decían que se preparase para lo peor.
Desde principios de marzo de 2016 los periodistas llegaban sin cesar a la puerta de Mossack Fonseca. Ramón había aprendido a responderles con silencio, pero esta vez a las puertas del edificio espejado de su bufete, en el corazón financiero de Ciudad de Panamá, había demasiados. Hablaban ruso, inglés, francés, y las preguntas que hacían eran atemorizantes: si allí ayudaban a esconder dinero de políticos como Vladimir Putin, de dictadores como Muamar Gadafi y Teodoro Obiang, de narcotraficantes como Rafael Caro Quintero y famosos como Lionel Messi.
A los pocos días, un email firmado por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación y el periódico alemán Süddeutsche Zeitung le informó que adelantaban una publicación sobre las operaciones ofishore de su firma. El email traía un listado de cuarenta y ocho preguntas sobre casos de blanqueo, lavado y contrabando. Pedían respuesta para incluirlo en la publicación.
Ramón no respondió: confiaba en la tranquilidad que provee una impunidad acostumbrada. De inmediato, pautó reuniones con colegas de otros bufetes que hacen lo mismo que Mossak Fonseca, para cerrar un frente común. Visitó a gerentes y directivos de medios para decirles que un consorcio de comunistas y conspiradores preparaba un ataque contra el país usándolo a él como pretexto. El blanco, repetía, era Panamá.
Entonces llegó el día, y el golpe impactó como la ola gigante que le anunciaban: 376 periodistas de 80 países publicaron reportajes basados en la filtración más grande de la historia hasta ese momento. La investigación se había amasado durante un año, en silencio, con los documentos internos de Mossack Fonseca. Panama Papers quebró la agenda internacional.
Intensiva e irrebatiblemente, se precipitaron diatribas y títulos arrebatados: «Mossack Fonseca: el guardián de los negocios oscuros», «Una gran lavadora de dinero que ofrecía servicios en paraísos fiscales», «Narcos, políticos y empresarios usaron los servicios de una firma panameña para ocultar sus fortunas». Los detalles provocaban enojo: Mossack Fonseca había sido capaz de abrir huecos en paraísos fiscales para ocultar dinero, desaparecer archivos y encubrir a toda clase de clientes. Para alguien como Ramón, cuyo negocio se basa en el secreto, era el principio del fin de la vida tal como la conocía.
Al día siguiente de la publicación de Panama Papers, un furioso Ramón bramó en la televisión panameña: «Somos una empresa de cuarenta años y jamás hemos sido culpados absolutamente de nada. No tenemos ninguna responsabilidad legal, solamente formamos las sociedades. Esto es como culpar a la fábrica de cuchillos por un asesinato. Nosotros fabricamos los cuchillos, pero el asesino es quien lo empuña. Punto». A la semana, la Justicia panameña allanó su firma. Al mes, empezarían a cerrar las primeras de sus 42 oficinas en el mundo.
El martes 4 de octubre de 2016, Ramón tuiteó: «Hoy fui a la dulcería y compré un pastel para celebrar los seis meses del Hackeo a mi Firma sin ni un caso en el mundo en contra nuestra».
No fue tan sencillo. Casi al mismo tiempo en que se develaba Panama Papers, la Justicia de Brasil sindicaba a Mossack Fonseca no como un bufete normal sino como una organización criminal. Era el resultado del estallido de otro escándalo de corrupción transnacional: la investigación de sobornos y lavado de dinero Lava Jato. Cuando hizo las sumas del oleaje que le caía encima, el poder de Panamá soltó la mano de Ramón.
Ramón Fonseca Mora perdió todo apoyo, y la Justicia fue por él. Lo encerraron por dos meses y sólo lo liberaron cuando pagó una fianza de 500.000 dólares. Cinco causas judiciales se abrieron contra el bufete en Panamá por delitos económicos como blanqueo de capitales, con penas de hasta doce años. Los procesos siguieron —siguen— acumulándose y los clientes corrieron con otros representantes.
En marzo de 2018, Mossack Fonseca anunció el fin con un comunicado: «El deterioro reputacional, la campaña mediática, el cerco financiero y las actuaciones irregulares de algunas autoridades panameñas han ocasionado un daño irreparable, cuya consecuencia obligada es el cese total de operaciones al público después de cuarenta años de crecimiento».
La filtración que pensó que podía controlar, noqueó a Ramón con la certeza con que un hacha parte un tronco.
—Nos cerraron las cuentas bancarias en todo el mundo, dejaron a 600 panameños en la calle —me dice ahora, envuelto en cólera—. Yo era ministro consejero del presidente y presidente del partido de gobierno. Renuncié a todo para no perjudicar al país.
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¿Por qué este hombre? ¿Por qué Panamá? ¿Cómo un paisito casi imperceptible en el centro del continente, asolado durante décadas por piratas, atestado de aventureros y mercaderes de toda monta, acabó en esto: un pesado del universo de las finanzas, una nación vuelta banco para dinero negro o gris o blanco, pero siempre resbaloso?
En 1914, en el territorio de Panamá se abrió un surco de 78 kilómetros, el Canal, paso de buena parte del comercio global. Aquella zanja fue la excusa del presidente estadounidense Theodore Roosevelt para tomar el país y finalizar las obras inconclusas del único paso entre el Atlántico y el Pacífico. A partir de ahí, Panamá instauró el dólar como moneda, se abrió como un centro bancario internacional y aprobó una ley que permite pasar desapercibidos a los dueños de las sociedades. Un Estado creado para funcionar en nombre de los ricos por más de cien años.
Detrás —y al lado— de Roosevelt actuaban especuladores como JP Morgan. Y detrás —y al lado— de esos especuladores estaba la clase alta panameña. En el libro El país creado por Wall Street, el panameño Ovidio Díaz Espino cuenta cómo un grupo de magnates financieros y comerciales secuestraron la política exterior del presidente de Estados Unidos para asegurarse ganancias descomunales: adquirieron a precio de ganga las acciones de la compañía francesa que construía el Canal, que estaba en bancarrota, y las revendieron al gobierno para que finalizara —y se quedara con— el paso interoceánico.
Con los años, eso delineó el perfil de Panamá como país de negocios y servicios —la nación vuelta un gran banco—, multiplicó los asesores, financistas, las firmas de abogados, y atrajo a montones de millonarios del mundo. Y, gracias a leyes amistosas para que el dinero llegara sin demasiadas preguntas ni costos, se ganó el mote de paraíso fiscal.
Los paraísos siempre fueron un edén con concentración de belleza y acceso restringido, rodeados de muros, simbólicos o no, que separan y protegen a los de adentro de los de afuera. Por más aguas cristalinas y arenas blancas y frutas con sabor a manjar que tengan algunos, los paraísos fiscales son paraísos porque permiten a sus protegidos cercar sus privilegios y no cumplir su parte del trato: no pagar impuestos, no rendir cuentas, esquivar controles en sus países. Por eso la Red para la Justicia Fiscal, una organización independiente especializada en tax havens, no los llama paraísos sino «guaridas» fiscales.
Son más de cien en el mundo. Islas de ensueño, como Seychelles y Bahamas; colonias de algún país poderoso, como las Islas Vírgenes Británicas del Reino Unido; estados como Delaware, Wyoming y Nevada en Estados Unidos. Y naciones soberanas, como Singapur, Suiza, Panamá.
En 2015, los 376 periodistas que trabajamos en la filtración conocida como Panama Papers —once millones y medio de documentos: correos electrónicos, actas en pdf, imágenes, archivos de texto, de más de 200.000 compañías— vimos las evidencias de cómo maniobra ese mundo.

Ramón Fonseca Mora sintió que estaba en el negocio equivocado cuando conoció a la suiza más simpática del mundo. Era una mañana fría de finales de los setenta en Ginebra. Ramón había llegado a Suiza hacía seis años para trabajar como consultor de Naciones Unidas y perdió el hilo de los expositores en una conferencia porque lo distrajo una rubia redonda de rostro hermoso, con un traje de colores vivos. La suiza lo miraba y cuchicheaba con un tipo a su lado. Cuando la conferencia terminó, la mujer caminó apresurada hacia él. A Ramón todavía le parece que volaba.
Ahí se produjo el diálogo que Ramón recuerda así:
—¿Usted es de verdad un abogado de Panamá? ¡¿Ustedes existen?! —dijo la rubia, y extendió los brazos para tocarlo, como queriendo comprobar que era cuerpo.
—Sí. Soy panameño, abogado y trabajo en Naciones Unidas.
—Ah, yo soy abogada aquí y compro sociedades en Panamá. ¿Usted vende?
—No, yo no estoy en el negocio.
—No puede ser que no esté, ¡es un buen negocio!
Hasta ahí, lo único que Ramón había querido en su vida era cambiar el mundo. En esa época era más un joven turbado que un tipo en alza: bebía más de lo aconsejable, se violentaba y tenía una esposa que le había pedido el divorcio. En Suiza agonizaba, ansiaba volver a Panamá. La rubia le estaba sirviendo el boleto de regreso.
—A mí me decepcionó Naciones Unidas —me dijo Ramón la mañana de julio en su apartamento, la voz hastiada—. Mucha burocracia y no salva nada ni a nadie. Estaba decepcionado y sin dinero porque mi familia no era una familia de apellido ni de dinero.
Ramón tuvo una infancia callejera, feliz y de clase media, en un país donde sólo los ricos pertenecen. Vivía en San Francisco, un barrio de casas bajas próximo al mar, en el este de la ciudad, y compartía aula con futuros presidentes y banqueros en el colegio La Salle, donde siempre ocupó los cuadros de honor. La escuela indicada, un abuelo embajador y esa vecindad de país pequeño le abrieron algunas puertas para olisquear la exclusividad y frecuentar la clase alta. Creció tan cerca de los dueños de todo como para cosechar contactos, aprender sus convenciones y alimentar la ambición.
Por supuesto, por más millones que acumulase con los años, la élite panameña jamás lo vería como a uno de los suyos, pero en aquellos años a Ramón ese desdén no parecía preocuparle. Para él, el país siempre había sido una aldea amigable y el barrio, la extensión de su casa. Cuando en la adolescencia conoció a Héctor Gallego, un cura jesuita que abrazaba la Teología de la Liberación y arengaba a jóvenes acomodados a trabajar con campesinos, su visión cambió: descubrió que Panamá también era —sigue siendo— un país desigual.
Fotografías de los sesenta muestran a un Ramón delgado, de aire orgulloso. Cuando entró en la universidad, invitaba a sus compañeros a ir con Gallego a trabajar con los campesinos de las montañas. En la ciudad, hacía la revolución en las cantinas con guitarra y canciones de protesta.
—En uno de los viajes, orientamos al campesinado para formar una cooperativa —me dijo Olimpo Sáez, un compañero de la facultad de «Yique», como le decían entonces a Ramón, en un bar del centro de la Ciudad de Panamá una mañana de mediados de 2017—. Pensábamos que íbamos a hacer una revolución social para liberar al campesinado, al indígena, al trabajador.
Centroamérica era un reguero de sangre y en Panamá, Omar Torrijos había instaurado en 1968 una dictadura que parecía una parodia al lado de las que dominaban la región. La cualidad distintiva de Panamá eran los espías y aventureros que circulaban con más vocación de riqueza que de lucha. A Torrijos, un hijo de maestros que se sentía más cómodo entre agricultores que en los cuarteles, sólo lo obsesionaba recuperar el Canal, que finalmente volvería a ser dominio panameño gracias a los Tratados que firmó con el presidente Jimmy Carter en 1977. Ramón también quería eso y se peleaba cada dos por tres con los soldados gringos por cualquier pavada. Pero tampoco soportaba las dictaduras.
A esa altura, el cura Gallego se había convertido en un problema para los terratenientes, que lo acusaban de comunista. Los militares lo secuestraron en 1971. Ramón empezó a reclamar su aparición, dejó la facultad y se metió al seminario. Duró poco: le gustaban demasiado las mujeres, y las metía a escondidas en su cuarto.
Algunas de esas pasiones lo acompañarían por mucho tiempo —los tragos, las mujeres—, pero no el idealismo revolucionario. Los amigos de entonces no volvieron a verlo nunca. Al cura Gallego tampoco: sigue desaparecido.
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Aquella mañana en Ginebra, cuando la suiza más simpática del mundo le dijo que no sea zonzo, que hacer sociedades era un gran negocio, Ramón dio un vuelco. Armó la valija, rentó un carro y viajó: Alemania, Francia, China. Cuando volvió a Panamá, a fines de los setenta, abrió un despacho pequeño pero pretencioso. Se tenía fe: la idea de la suiza le seguía gustando y había hecho buenos contactos.
En 1986 unió su incipiente firma con otra comandada por un inmigrante alemán muy distinto a él. Jürgen Mossack era rubio, alto y rígido, hijo de un miembro del partido nazi y espía de la CIA en Panamá. Así nació Mossack Fonseca. Ramón y Jürgen parecían complementarse. El alemán prefería mantenerse fuera de las páginas sociales de los periódicos mientras Ramón iba a todos los eventos. Escribía emails con «de acuerdo» y «no de acuerdo»; Ramón despachaba explicaciones kilométricas. Tenían en común la ambición desmedida, la disposición casi natural para tomar riesgos y una ética muy flexible.
Un año después, en 1987, el sistema financiero panameño tambaleaba por la amenaza de bloqueo estadounidense. Omar Torrijos había muerto en un accidente dudoso en 1981, pero la dictadura panameña resistía, ahora comandada por el exjefe del aparato de inteligencia y contrainteligencia del Estado, Manuel Antonio Noriega, un exagente de la CIA que se había dado vuelta. Con los gringos y la clase alta local buscando minar a Noriega, Panamá dejó de lucir atractiva para el dinero.
Ese año, Mossack Fonseca abrió una filial en las Islas Vírgenes Británicas: el primero en llegar. Esa rapidez de refiejos para adaptarse al entorno fue el músculo que permitiría crecer al bufete durante las tres décadas siguientes. La firma llegó a tener 600 empleados, compañías filiales en todo el mundo y más de 200.000 sociedades registradas. En 2013, según el último dato disponible, acumulaba un volumen de negocios de 42,6 millones de dólares anuales.
Ramón me dijo que con Jürgen trabajaban con «mucha creatividad», tanto que hasta fundaron una isla: Niu. La versión resumida es que en 1994 se les ocurrió buscar una jurisdicción que sólo trabajara con ellos. Entonces Nancy, una empleada estadounidense que solía administrar la filial que habían abierto en Jersey, un paraíso del Reino Unido, viajó y les encontró una isla neozelandesa en el Pacífico Sur: Niu.
En Niu, Mossack Fonseca tuvo exclusividad por veinte años para registrar compañías desde Panamá. Hacia 2001, el estudio aportaba el 80% del presupuesto anual de la isla. Ramón no sería dueño de Panamá, pero sí de su propia isla.
—¡Me coronaron rey! —me dice, y suelta una carcajada—. Fue un ceremonia simbólica, como salida de los cuentos de Stevenson. Fue en una aldea polinesia, en el medio de la selva. No hay luz, así que el cielo es algo… Yo en mi vida he visto algo así. Ese cielo era el cielo en el cual no había un pedazo de azul de la cantidad de estrellas. Y había nativas… y las nativas… ¡Y las nativas estaban ahí también! ¡Con nativas y todo!
En el relato, Ramón Fonseca Mora obvia mencionar la parte problemática: el Departamento de Estado de Estados Unidos cuestionó en 2001 esos «inquietantes acuerdos» de Mossack Fonseca y dijo que la jurisdicción había estado «vinculada al lavado de ganancias criminales de Rusia y Sudamérica». Dos años después, los jefes de la isla de Niu cerraron la franquicia con la firma panameña.
Entonces, de nuevo, la creatividad: Ramón y Jürgen navegaron a Samoa.
Ramón Fonseca Mora resolvía la fórmula de la felicidad con tres preceptos. Uno, sé diferente —«no seas del montón, las ovejitas no son felices»—. Dos, sé disciplinado —«uno puede tener las mejores ideas para hacer un negocio, pero si uno no es disciplinado y se sienta a hacerlo, no llega»—. Y tres, reparte la pizza —«no te la comas solo».
En la firma, a los dos primeros preceptos los siguieron a rajatabla. Al último, no.
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Para ocultar a los dueños de las sociedades, Mossack Fonseca creaba directores nominales: una figura de papel, que aparece en las actas. Hasta fines de 2014, habían registrado unas 52.000 personas como directoras de empresas en Panamá. Algunas repetidas en más de 10.000 sociedades. Muchos de esos nombres —Leticia Montoya, Adelina Mercedes Chavarría, Francis Pérez— eran empleados de la firma sin la menor idea de lo que ponían en juego con su trabajo —varios quedaron involucrados en los casos de corrupción por los que eran investigadas las empresas que dirigían.
En 2009, un abogado nicaragüense pidió por email a Mossack Fonseca que le abriese una empresa. La asistente legal le dio las compañías disponibles —un catálogo con nombres compuestos de palabras como Overseas e Investment—, la fecha de creación de cada una —la firma garantizaba algunas anteriores al año 2000, buscadas por los clientes para despistar a los investigadores— y el detalle de precios que debía costear —las más antiguas eran más caras—. El abogado estaba encantado, pero expuso la preocupación de su cliente: no quería que nadie supiese que él estaba detrás de esa sociedad.
La asistente escribió: «Las acciones en Panamá es muy confidencial y privado de la sociedad [sic]. Los directores no son necesariamente los accionistas. Usualmente se nombran tres directores distintos de los accionistas (muchas veces provistos por la firma de abogados) y los certificados de acciones se hacen a nombre de la determinada persona».
A pesar de que autorizaban movimientos de millones, los directores —las Leticias, Adelinas, Francis— ganaban sueldos inferiores a 1.000 dólares y vivían en casuchas en localidades satélites, a más de una hora de la ciudad. Ramón y Jürgen se embuchaban la pizza solos. Es una metáfora perfecta del país: Panamá crece a tasas chinas, pero reparte la riqueza con generosidad africana o latinoamericana. Todo queda en pocas manos. Ramón no se sentía parte de la élite, pero replicaba sus prácticas como el mejor de sus alumnos.
«Hemos creado un monstruo», dijo Ramón Fonseca Mora en una entrevista televisiva de 2008. Eso era.
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El domingo 3 de abril de 2016, el monstruo estaba desnudo en todos los medios del mundo. Los casos más rimbombantes fueron un puñado —primeros ministros como los de Islandia y el Reino Unido, emires como el de Qatar, el rey saudí, presidentes como el argentino Mauricio Macri, el reggaetonero Daddy Yankee—, pero al mundo ofishore se le vieron los huesos.
Entre todos ellos, hay un caso importante porque expone la estrategia recurrente de Mossack Fonseca ante una amenaza legal: lavarse las manos con artilugios jurídicos, y eliminar rastros. Es el del matrimonio argentino de Néstor y Cristina Kirchner.
El expresidente Néstor Kirchner coló millones de dólares en paraísos fiscales por intermedio de un colaborador. Un inversor millonario, despiadado y dueño de un fondo buitre, Paul Singer, tenía una cuestión personal con ellos: pretendía cobrar una deuda con intereses abultadísimos a Argentina. Obstinado en recuperar el dinero, se propuso rastrear el de los Kirchner. En 2013, siguiendo una denuncia de Singer, una corte de Estados Unidos obtuvo documentos que mostraban que Mossack Fonseca había creado 123 compañías en Las Vegas que eran usadas por un asociado de Kirchner para desviar millones de dólares de contratos gubernamentales. La corte estadounidense ordenó al bufete panameño que entregara los documentos. El bufete se negó.
Ante esos tribunales, Jürgen Mossack dijo que la compañía investigada no era del bufete sino independiente. Era un argumento pícaro. Lo que Mossack Fonseca hacía con sus clientes —ocultarlos—, lo practicaba también consigo: tenía unas 200 compañías propias que, en los papeles, no eran suyas sino de 12 holdings. La artimaña es simple, y le valió como argumento de defensa en más de un caso judicial: cuando acusan a alguna de sus compañías fantasma en cualquier rincón del mundo, la sede en Panamá deslinda su responsabilidad con el argumento de que es una empresa independiente.
Pero, en este caso, los documentos de la filtración demostraban que la subsidiaria de Nevada era propiedad de Mossack Fonseca y, además, la firma se ocupó de borrar las evidencias que pudieran incriminarla, pero los investigadores se enteraron. En una cadena de emails que rendía cuentas tanto a Jürgen como a Ramón, los empleados decían que «trataron de limpiar los registros de las PC de la oficina de Nevada» y que incluso uno viajó para sacar los documentos del país.
Para Ramón, este caso es especialmente sensible porque cree que el sabueso que perseguía a los Kirchner terminó por descuartizarlo a él.
—¡En mi vida vi a la Kirchner! —brama Ramón, en su casa—. Nada que ver, pero por los periodistas ya estábamos juzgados y condenados y enterrados. Lamentablemente por ese caso nos metimos con alguien muy poderoso como Paul Singer… Es de temer, es muy hábil. Pudo haber sido él el que nos hackeó.
Había muchos pesos pesados en Panama Papers: 140 políticos, celebridades y altos funcionarios mundiales. Ni tres ni cuatro: 140. Varios de ellos escondidos detrás de algún amigo o asesor, como los Kirchner, como Putin o Gaddafi: sus nombres no aparecían, sí el de allegados e íntimos que jamás podrían conseguir con sus trabajos el dinero que movían.
Esconder plata en refugios fiscales no siempre es signo de delito. Algunos declaran sus fortunas al fisco y cumplen su parte del trato, pero donde hay un caso de corrupción o evasión, casi siempre hay una empresa o cuenta o fideicomiso establecida en un paraíso fiscal.
La mecánica para ocultar es simple. Mossack Fonseca le abría al interesado una empresa en el Registro Público de Panamá —apenas 350 dólares más los honorarios de los abogados— y hasta una cuenta bancaria, allí o en otro país. Si era un pez grande, el bufete podía montar una estructura internacional, conectando empresas en Panamá con otras en el Reino Unido o las Islas Vírgenes o Hong Kong —o todas juntas—. El interesado podía ser escondido de diversos modos: Mossack Fonseca tenía una lista de personas que alquilaba como titulares fiduciarios de la sociedad, «directores nominales» —en general, un empleado raso del bufete— y ultimate beneficial owners —como el segundo suegro de Ramón, a quien usaron para eso—. El verdadero dueño, the beneficial owner, zafaba siempre. O porque el bufete ponía a otra persona en su lugar o porque, como accionista de una sociedad, iba otra sociedad, y como accionista de esa sociedad, otra, y así hasta el infinito. Una mamushka sin rostro.
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A un año de Panama Papers, los impactos eran evidentes. Había 6.500 investigaciones en el mundo por casos de evasión fiscal o lavado. Y aunque organismos internacionales hayan salido a reclamar medidas y hasta un líder como Barak Obama haya vociferado en contra del sistema —«No deberíamos permitir que sea legal involucrarse en transacciones sólo para evadir impuestos»—, es muy poco probable que las causas avancen sin coordinación global y con la preeminencia de intereses nacionales en juego para impedir mayores mecanismos de transparencia.
En Panamá, por ejemplo, pasó lo de siempre: nada.
El gobierno reaccionó con medidas para revertir la imagen, como el acuerdo de intercambio de información automática con la OCDE que empezaría a regir en 2018 y el cierre de sociedades anónimas inutilizadas por más de diez años. Pero la economía siguió creciendo —hacia 2017, acumulaba diez años creciendo a tasas chinas— y el paisito centroamericano, contra todos los embates, se aferró a su vocación de convertirse en el líder de los Jaguares de América Latina. Nada ni nadie detiene los negocios.
En 2018, si algún visitante creía que al llegar a Panamá vería acercarse a hombres de negro ofreciendo una cuenta en un banco, una sociedad, un viaje en barquito pirata comandado por un capitán de película que lo llevara a una islita a esconder el tesoro, la respuesta lo decepcionaría. En la ciudad verá los carros pitando en el tranque como siempre, agua rebasando de las alcantarillas por las lluvias, malls abarrotados de personas para aprovechar liquidaciones formidables, bares llenos, casas de electrodomésticos llenas, filas de supermercado a tope. Después, si se aleja un poco, calypso, islas de ensueño, montañas con picos pinchados por nubes, cafetales.
Ramón Fonseca Mora decidió asumir su propia defensa con gesto altivo de prisionero político. En la Justicia, sostuvo que él sólo vendió sociedades a intermediarios —bancos, financistas, otros abogados— y que no era su problema a quiénes ellos las hayan vendido. En público, disparó contra todos: llamó a Panama Papers «hackeo-ilegal-atentadocontra-la-propiedad-privada»; tildó al Consorcio y a los periodistas de «comunistas-rojos-conspiradores» y —todo-al-mismo-tiempo— apeló al chauvinismo emocional: ataque contra el país, bullying de las naciones grandes y poderosas contra Panamá.
La estrategia resultó. En Panamá, el taxista, la cajera, el portero del edificio, repiten el canto de los abogados. Hasta el Colegio Nacional de Periodistas emitió un comunicado en rechazo al nombre de la investigación porque «se ha creado todo un estigma internacional alrededor de nuestro país».
En Panamá pueden decir que Ramón es prepotente, mal tipo o desgraciado, y lo dicen mucho y a menudo, pero nadie dice que es un corrupto, criminal o delincuente. Y nadie lo diría: la mayoría de las firmas grandes hacen, con más o menos decoro, lo mismo que Mossack Fonseca.
Tal vez el nacionalismo sea el mayor imbecilizador que existe. Por eso el poder a menudo echa mano de él.

El 19 de enero de 2014, el periódico La Prensa publicó una entrevista a Ramón Fonseca Mora. Ahí, la periodista Flor Mizrachi le dijo: «Usted no es monedita de oro, muchos no lo quieren ni de buen humor…». Ramón respondió: «Gracias a Dios. Estaría preocupado si todos me quisieran».
A principios de 2018, las críticas se amontonaban.
«Un prepotente, se sentía por encima de los demás», me dijo un empresario que compartió con Ramón muchas horas en el Club de Leones, una organización benéfica.
«Varela quería nombrarlo ministro de Seguridad. Pero cuando le pasó la planilla de su gabinete a los gringos, los gringos contestaron que ellos no tendrían diálogo con Ramón Fonseca», me dijo un hombre del círculo cero del presidente Juan Carlos Varela.
La hermana de Héctor Gallego, el cura desaparecido al que Ramón aún hoy describe como el hombre más importante de su vida, siempre desconfió de sus intenciones: «Trabajé para Fonseca seis años en una de sus fincas, pero renuncié. Cuando fui por mi liquidación, me iba a dar 700 dólares. Me debía unos 8.000. Le amenacé con irme a los medios de comunicación y amarrarme frente a la oficina con unas cadenas».
«Una vez quiso estar conmigo en un stand de la Feria del Libro. Le dije que sí, pero me arrepentí. Era insoportable. Y decía que quería ser Nobel», me dijo M., una escritora local.
Antes de que se publicara Panama Papers, holgado en el poder y con la descendencia asegurada por varias generaciones, Ramón Fonseca Mora quería ubicarse en otro papel para la posteridad: el de escritor célebre.
Una de las pocas reseñistas de libros en Panamá a la que no le importa quedar mal con los escritores, escribió en una columna en la revista Soho sobre su libro La danza de las mariposas: «Era tan cursi, pero tan cursi […]. Fue tan lamentable leer su prosa almibarada y tan poco sincera, que eso me programó para no volver a leer más nunca nada escrito por él».
Ramón publicó ocho libros, ganó un premio nacional y se garantizó mercado con sus infiuencias: sus libros fueron de lectura obligatoria en las escuelas. Adiestrado en las técnicas de marketing, fundó una organización desde la que promovía la lectura de sus obras con un concurso y otros eventos promocionales.
Por esos tiempos, dijo: «Todo lo que he hecho en mi vida hasta el momento ha sido exitoso, y sin embargo aún ambiciono algo más: quiero ser García Márquez. Me falta la trascendencia».
Aunque nunca pudo domar su pequeño Arjona interior, parecía tener razones para semejante confusión. Ramón Fonseca Mora gozaba de eso que el patriarcado tropical de ética flexible llama una vida de éxito: estudió lo que eligió, acuñó dinero; se casó con la que quiso, se separó cuando quiso, se casó otra vez con otra hermosa y excepcional con la que tuvo cuatro hijos, volvió a separarse para irse con otra más joven, con la que tuvo gemelas y un divorcio escandaloso. Y luego se fue a vivir con otra más, como repitiendo un modelo: antes de terminar las relaciones, siempre la otra parte era la rota.
Cuando quiso dedicarse a la política, fundó un partido con el primer presidente democrático posdictadura, Guillermo Endara. Se peleó con él y con otros que siguieron, hasta que conoció a Juan Carlos Varela, que lo abrazó al instante. «Tú eres mi capitán, Ramón», le decía Varela.
Ramón apostó en su campaña de todas las formas posibles: plata, cara, organización, y fue la punta de lanza de una campaña caliente. Varela ganó las elecciones en 2014 y se convirtió en presidente. Y, con él, Ramón fue ministro consejero y presidente del partido.
La amistad se acabó el 9 de febrero de 2017.
Ese día, Ramón Fonseca Mora debía declarar ante la Justicia por Lava Jato. Consciente del funcionamiento del poder en Panamá, Ramón entendió que el presidente Varela le soltaba la mano. Así que decidió pelear: si debía caer, no caería solo. Al llegar al Ministerio Público, frenó ante los periodistas, levantó un dedo y con el rostro desencajado escupió: «A mí, el presidente Varela, escuchen esto con atención y que me caiga un rayo si es mentira, me dijo que él había aceptado donaciones de Odebrecht».
La declaración detonó el enojo de los panameños, que marcharon en las calles para exigir justicia y transparencia. El caso Odebrecht puso en jaque a dos expresidentes, y a Varela.
Ese filo rozó Ramón esa mañana: «¿Dónde están los abogados que representan a Odebrecht? ¿Por qué no los han allanado como a mí? ¿Por qué no allanaron a Odebrecht? Me están usando de chivo expiatorio», revoleó. «Vengo a poner el pecho y a decir las cosas como son. Estoy cansado de una justicia deteriorada, comprada.»
En agosto de ese año, la firma circuló un comunicado en el que denunció «hostigamiento», «persecución» y «desigualdad de trato» de la Justicia. Siete meses después, cerró. Pero ni así lograron frenar los procesos. En junio de 2018, el baile seguía con nuevos allanamientos, más prisiones preventivas para directores de Mossack Fonseca y nuevas estrategias de ellos para evitar la cárcel.
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La mañana de julio siguió siendo plácida. Aún en el sofá del cuartito donde no entra la luz del sol, pasado el mediodía, Ramón Fonseca Mora porfiaba:
—En los Panama Papers lo que hubo fue mucho sensacionalismo, mucha verdad a medias.
—¿No se arrepiente de nada?
—No. Asumimos riesgos, claro, porque todo en la vida es riesgo, pero no hicimos nada ilegal.
La verborragia de Ramón por momentos es oscura, por momentos graciosa o melancólica. Cuando habla de Panama Papers, siempre es impenitente, como si pudiera blindarse con la repetición. (Y no puede blindarse, claro: una nueva revelación en 2018 exhibió correos electrónicos entre miembros de la firma, incluido Ramón, preguntándose unos a otros si sabían quién era el dueño de una X operación, cuando la firma siempre manifestó saber quiénes eran sus clientes, como le demandaba la ley.)
—¿De absolutamente nada se arrepiente?
—Me considero un hombre balanceado. De poco me arrepiento. Sé que yo no soy perfecto, pero tampoco tengo el ego muy alto… —respira, piensa y enseguida vuelve a reír—. Ahora tengo el ego por el piso, ¡pueden aprovechar!
Afuera el sol es una brasa. Desde la casa de Ramón no se ve el mar, aunque está muy cerca, a dos cuadras. Aquí el aire congela. Ramón nota mi piel de pollo y apaga el aire acondicionado.
—¿No le parece cuestionable nada, por más legal que sea?
—¡Pero todo el mundo lo hace! ¡Todo el mundo usa el sistema! —dice con el tono enérgico y altanero de quien revela lo obvio—. La «gente salvadora» del mundo no entiende que el mundo capitalista se maneja a través de sociedades anónimas. El mundo no subsiste con la burocracia de los Estados. Y no podemos dejar de incentivar a los que tienen ganas de crear riqueza, de crear negocios, de crear ideas. Por favor.
Suspira. Levanta la vista, achina los ojos oscuros, como buscando las palabras en algún lugar, y dice:
—Bueno, Sol, ¿quiere preguntarme algo más? Porque estoy cansadito ya. Mejor arreglamos para otra vez.
Y arreglamos. Pero «otra vez» se frustraría por una nueva causa judicial contra la firma, sospechada otra vez de blanquear dinero, pero ahora para políticos de Ecuador. «Excusas. Estamos de nuevo bajo ataque y estamos en reunión de defensa», me escribiría en WhatsApp para cancelar. Ese miércoles de principios de julio no sabía que la Justicia panameña le seguiría el rastro por mucho tiempo más. Pasada la una del mediodía, luego de tres horas de conversación, Ramón se despidió pensando que el futuro era otro.
Abrió la puerta del cuartito y me acompañó hasta la puerta del apartamento donde, lleno de buenas intenciones y de falsas esperanzas, dijo:
—No quiero más problemas. Estoy tratando de reinventarme. Mi aspiración es pasar el mayor tiempo posible en mi finca del interior. Sembrar naranjas y escribir. Yo creo en Dios y creo que todo tiene una razón.
About the author
Periodista y editora, Sol es co-fundadora de Concolón y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ). Dirigió los especiales Duelo. Memorias de la Invasión y Panamá Files. Antes de eso, trabajó en medios de España, Colombia, Argentina y Panamá, y publicó en otros como The New York Times, Harpers Magazine e IICIJ (EEUU), El País (España), El Faro (El Salvador), Soho (Colombia), Revista Anfibia (Argentina), entre otros. Escribió la novela gráfica Duelo y participó en los en libros como 'Los Malos' (2015), 'Un mundo lleno de futuro' (2017) y 'Perdimos' (2019). Sesuda como pocas, dice que como le preocupa mucho más la investigación que la escritura, las primeras versiones de sus textos siempre son un caos insufrible y también infumable. Aquí, su última historia para Concolón.