En Otro Lado
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¿Somos o no somos racistas?
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Aquí está mi abuela (y estos son mis discos)

¿Por qué una abuela intenta borrar los rastros afro de su nieta? ¿Dónde encuentra refugio una persona racializada si en su hogar también recibe la mirada que denigra? La cantante Francia Herrera encontró en la música una forma de resistencia contagiosa. Lo cuenta para Concolón, y muestra cómo amor y prejuicio pueden convivir en la intimidad

Aquí en las provincias centrales son bastante racistas, hay que decirlo: “el negro, el negro ese”…

sin embargo, el tambor, la caja, el repicador y todos esos tambores en que se sustenta la música de Azuero, tienen un contenido fuertemente africano.

Ignacio “Cancer” Ortega en conersación con José Carr

A través de la música experimenté otro mundo posible. Uno en el que no necesitas hablar diferentes idiomas para entender lo que alguien en tus antípodas desea transmitir, si suena como un blues o un tambor.

La explicación científica nos devuelve al vientre materno, porque el primer contacto con el mundo es a través de los sonidos. Lo primero que formamos son los receptores, descansan en la piel del feto y su insipiente estructura ósea —pelvis, columna y caderas— sirve como una caja de resonancias. De ahí la importancia del sonido con el mundo exterior, que se estrecha por el vínculo con la voz de la madre.

Entonces vibramos percibiendo la música sin intermediarios, y por eso la exploración es todo. En mi caso, siendo muy chica descubrí que resonaba en mí tonteando con las guitarras españolas de mi abuelo que juntaban polvo en el fondo de un armario. O grabando programas de radio con un desvencijado grabador marca National que nos toco en una tómbola.

Con la música de compañera de viaje nunca podía estar sola. A veces hasta era más sencillo hacer amigos. Como en el primer recital al que asistí. Fue en 1994 en Atlapa y de una banda mexicana llamada Caifanes, en su gira “El Nervio del Volcán”. Allí, mezclada entre un público por momentos enardecido, por momentos vigoroso, siempre vibrante, descubrí a varias compañeras de escuela con las que terminaríamos siendo amigas. La música te regala, también, esas compañías.

Y es —fue mi— escuela. A través de la mirada de músicos y músicas conocí muchas historias, mucho de Historia, antes de abrir un solo libro. Entendí que la alegría es vital para resistir, pero la desigualdad, la violencia y la discriminación sigue en eso que la música también denuncia: en las calles, las escuelas, los trabajos.

Aretha Franklin nos pone a bailar con “Respect”, un clásico del soul sobre el empoderamiento femenino —What you want/ Baby, I got/ What you need/ Do you know I got it?/All I’m askin’/ Is for a little respect when you come home—, pero nos piden que “hagamos caso” o nos matan, o se matan.

Amparo Ochoa nos pone a vibrar con “Mujer” —Espiga abierta entre pañales/ cadena de eslabones ancestrales/ ovario fuerte, dí, di lo que vales/ la vida empieza donde todos son iguales—, pero ya sabemos.

Billie Holiday, su voz sempiterna, nos pone a llorar amargamente cuando se desvanece con la última nota de “Strange Fruit” —Pastoral scene of the gallant south,/ The bulging eyes and the twisted mouth,/ Scent of magnolias, sweet and fresh,/ Then the sudden smell of burning flesh—, y también sabemos.

¿Qué seríamos, sin embargo, sin ese arte? ¿Sin esa Historia que nos pone a bailar, a vibrar o a llorar? ¿Podríamos conocer, entender, lidiar con la frustración de la realidad sin esos pequeños himnos con los que combatir el tedio o el horror?

Convencida del poder transformador de la música, de esa nación común de resistencia en donde se abrazan las historias de lucha de infinitos pueblos en toda su diversidad y belleza, también debo reconocer sus limitaciones: no hay canción que te prepare para mediar con la violencia.

¿Quién puede respirar tranquila cuando eres la única a la que detienen en una fila por ser más oscura que el resto? ¿Cómo reaccionar cuando te preguntan por qué no te alisas tus rizos, por qué andas así, desaliñada o sucia? ¿Y el sentimiento de impotencia que te hace doler la boca del estomago con asco cuando te reducen a un cuerpo, porque a las mujeres negras siempre somos sexualizadas?

Ser racializada es otro ejemplo de como la violencia sistémica se cuela silenciosamente entre nosotros, al punto que buscamos mecanismos de apoyo para no explotar o salir a romperlo todo. También llega con formas del amor, mezclado en el arrope del hogar. Como con mi abuela.

Mi abuela fue doña Antonia “Toña” Cubilla, viuda de Herrera. Fue una mujer campesina, muy dulce y muy generosa, que aprendió a perder desde muy joven. Huérfana, migró a la capital con el sueño de construir un futuro. Aprendió el oficio de costurera, cosió hasta perder la vista, crió hijos y nietos, echó pa lante. Pero entre las historias de auto superación, orgullo y amor, se tejen otros recuerdos menos brillantes. Como poner reparos a las parejas de sus hijas y nietas porque “hay que mejorar la raza”. O intentar con sus manos de costurera perfilar mi nariz de mulata.

Es irónico. Mi abuelo Avelino, su compañero, era mulato. Mas irónico, o lamentable: era seguidora del don Arnulfo Arias Madrid, el líder más racista entre los líderes racistas del patio. Eso irónico se vuelve incómodo, incluso doloroso, cuando recuerdo escucharla hablar sobre sus sufrimiento por la discriminación. Recién llegada a la ciudad, sus vecinos se burlaban de su origen campesino refiriéndose a ella con el apodo “Machi”. Pobres entre pobres, encontraron algo para marcar diferencia.

A Toña le tocó el país de Silver/Gold roll —los “gringuitos” que subían el Cerro Ancón por un lado; los locales que pedían permiso para recoger mangos podridos en el margen de la cerca que separaba la ciudad, por otro. Toña sabía qué sufriríamos. Quería amoldarnos a un mundo en el que jamás seríamos aceptados.

Doña Antonia “Toña” Cubilla, viuda de Herrera. Foto del álbum familiar.

Muchos artistas lo han señalando: lo absurdo que es reducir a una persona, a un colectivo, por uno o varias de sus características. Muchos cantaron esa división arbitraria en nuestras familias, en nuestros barrios, en la historia de un continente: “Ligia Elena”, de Rubén Blades; “La Rebelión”, del colombiano Joe Arroyo; “ El Negro Bembón”, de Cortizo y su combo interpretado por el Brujo de Borinquén, Ismael Rivera. En ellas, la sangre de una herida pos-colonial que mancha.

El racismo tiene una forma espantosa de transmitirse, como una mancha de tinta que se corre sobre un bloque de páginas traspasando la superficie, mientras va dejando un rastro deforme y penetrante.

Hay que ver las investigaciones de Jane Elliot, que a raíz del asesinato del Dr. King ideó un experimento para explicar cómo opera en un salón de tercero de primaria. En Blued Eyed, Brown eyed, dividió a los alumnos en dos grupos por el color de sus ojos: los marrones por allá, los azules por otro lado. Al grupo dominante —marrones— le dio privilegios y una prohibición: no podían jugar con los inferiores —azules. ¿Qué pasó? Los azules vivieron sumisos la marginalización dentro del aula y, moraleja, entendieron lo ilógico e inmoral de reducir a una persona diferente a ellos a un par de características superficiales.

Elliot resuena ahora en los medios de comunicación estadounidense a raíz del linchamiento digitalizado de George Floyd en Minnesota, a manos de policías. En una entrevista para una cadena estadounidense, dijo: “Nadie nace con el gen del racismo ni de la intolerancia. No se nace racista ni intolerante. Se aprende y, por supuesto, se puede desaprender”.

Es a través de conceptos tan obsoletos como etnia o raza, clase y género, que un grupo social justifica su control sobre otro. Es la reproducción de prejuicios con la única intención de dominar.

Esto, por supuesto, ocurre en Panamá. Está en nuestras casas. En las canciones. En los posteos de redes sociales. ¿Qué leímos hace unos días cuando personas de FRENADESO recordaron a George Floyd? ¿Recuerdan la denuncia de la Megabanda de Río Abajo durante las festividades patrias de 2019, cuando la policía de Chepo le retiró una invitación porque era una “banda de negros pandilleros”?

¿Cuántas canciones más habrá que escribir en nuestra historia? ¿Lograremos silenciar el odio, la ignorancia y el miedo con la música? ¿Construir puentes? ¿Siquiera conversar? ¿Escuchar?

La historia de mi abuela Toña, la mía, es la historia de un país y de un continente. Un pasado de esclavos, un presente que en continuo reproduce hasta el hartazgo sus múltiples colonizaciones, segregaciones. De mi abuela aprendí otras tantas cosas: bailar cumbia y ser agradecida. La conciencia del legado. El impulso por cambiar el ritmo, o darle la vuelta al disco y movernos. Bailar y vibrar con nuestros tambores negros, ganando a golpes el futuro justo, igualitario, sin miedos.

La autora, Francia Herrera, con su compañero del grupo musical Radio Palenque Craig Simmons.

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About the author

Música y profesora, Francia Herrera creció en la ciudad de Panamá, estudió en Argentina y se alimentó con la historia de un continente sangrante. Cineasta, lectora empedernida y melómana, la música ha marcado su vida: fue escuela, es creación y reducto de su resistencia. Con amigos, creó Radio Palenque, un grupo caracterizado por un estilo libre y orgánico, con ritmos vibrantes y mensajes sociales. Para Concolón, contó un poco de todo eso en Aquí está mi abuela (y estos son mis discos).

Francia Herrera
Francia Herrera
Música y profesora, Francia Herrera creció en la ciudad de Panamá, estudió en Argentina y se alimentó con la historia de un continente sangrante. Cineasta, lectora empedernida y melómana, la música ha marcado su vida: fue escuela, es creación y reducto de su resistencia. Con amigos, creó Radio Palenque, un grupo caracterizado por un estilo libre y orgánico, con ritmos vibrantes y mensajes sociales. Para Concolón, contó un poco de todo eso en Aquí está mi abuela (y estos son mis discos).