Una vacuna para la desigualdad
21 May 2020
Protestas en Panamá Covid-19
Panamá posCovid: el dilema del futuro
31 May 2020
Un video que mostraba el cadáver de un trabajador de Minera Panamá se volvió viral y todo el país comenzó a preguntarse si la mina más grande de Centroamérica era un inmenso foco de Covid-19. Crónica de cómo el miedo y desesperación se instaló en las montañas de Donoso. Y la historia que nadie se animó a contar. ¿Qué pasó con «Sech», el trabajador que murió en el hotel-hospital El Parador? ¿De qué murió?

—Bróder… Se murió el «Sech» —escuchó Adrián del otro lado del teléfono y quedó paralizado. Eran las 10 de la mañana del 24 de abril en las montañas de Donoso. Adrián cargaba botas de caucho, un overol desechable blanco, guantes de nitrilo, máscara y un tanque de doce litros con desinfectante, antibacterial y amoníaco porque fumigaba el módulo T4N ubicado en Cobre, uno de los cinco campamentos del proyecto de Minera Panamá, 120 kilómetros al oeste de ciudad de Panamá.

Allá arriba, sobre Coclé y Colón, está la mina a cielo abierto más grande de Centroamérica, propiedad de la canadiense First Quantum. Un proyecto de 13 mil hectáreas en medio del corredor biológico Mesoamericano que planea, a través de la extracción de cobre y oro, aportar el 4% del Producto Interno Bruto de Panamá. En 2019 la mina generó ventas por 524 millones de dólares, tras producir 147 mil 840 toneladas de cobre y 60 mil onzas de oro.

Esta ciudad minera está compuesta por un yacimiento para extraer las rocas (campamento Dorado), un área donde opera una planta que genera 300MW de electricidad (campamento TMF), una planta que procesa los minerales (campamento Cobre) y el puerto internacional de Punta Rincón (GAP) que expulsa buques con cobre directo a 10 países pero sobre todo a uno: el 60% de su producción se exporta a China. Aquí viven más de 3 mil obreros y trabajan más de 6 mil.

—Yo no te creo —respondió Adrián y cortó la llamada. Se quitó los guantes y abrió Whatsapp, donde la noticia de la muerte de su compañero se viralizaba. Se tuvo que sentar para ver el video que compartían sus contactos: dos hombres con overol —como el que tenía puesto para fumigar— recogían el cadáver del «Sech». El cuerpo sin vida del “héroe de cobre”, como Minera Panamá le dice a sus trabajadores, manchaba con sangre la doble sábana de plástico donde lo envolvían.

El «Sech» en realidad se llamaba Eustacio Alonso Góndola, un minero colonense de Cobre Panamá que murió, solo y olvidado, en el hotel-hospital El Parador. Casado y padre de cuatro hijos —dos con discapacidad— lo recuerdan echa’o pa’lante, nítido y con flow: escuchaba rap del norte. Operaba grúas en campo.

«Sech» agonizó desde las seis de la mañana en medio de una ráfaga de gritos que pedían auxilio por él. Pedían en vano por las autoridades sanitarias, por una respuesta de la empresa que nunca llegó. La viralización del video de su cadáver, sin embargo, conmocionó a la opinión pública. ¿Qué estaba pasando en la mina, que funciona como un país independiente, en el centro del país?

***

La desesperación crecía en la mina desde el 20 de marzo, cuando el Ministerio de Salud (Minsa) impuso un cerco sanitario a Minera Panamá luego de comprobarse el primer contagio de Covid-19. Patrullas y policías en la entrada principal del campamento controlaban el tránsito de personal. Sin permiso del Ministerio de Salud, nadie salía. Estaban presos. “Cada persona es responsable de evitar la propagación del virus”, decía el vocero de la empresa buscando controlar la situación. Algunos trabajadores no confiaban en la empresa: un grupo de mineros escapó por el monte, se arriesgaron a una trocha a través de la selva buscando salvarse de lo que se venía venir: el contagio masivo.

Para esos días, hacia finales de marzo, «Sech» doblaba unas pencas en forma de cruz a metros del gimnasio del campamento Cobre. Se las había prometido al cura de la mina, que las iba a bendecir para utilizar en las celebraciones de Semana Santa.

Eustacio Alonso, ‘El Fat’ o ‘Sech’ para los amigos. / Foto: Cedida

En la parte delantera del gimnasio, una legión de mineros formaba fila para entrar. No estaban allí para una birria de fútbol. Tampoco para entrenar. Los obreros se agolpaban buscando la autorización para abandonar el campamento y realizar una cuarentena en hoteles de playa dispuestos para tal fin. Solo unos 500 mineros abandonarían las instalaciones ese mismo día. Otros 3,400 no tendrían esa suerte. Acababa de llover y desde la mina de Donoso se podía ver un arcoiris atravesar las montañas. El horizonte mostraba la belleza del bosque tropical del Caribe panameño. Pero alrededor del gimnasio solo se veían calles llenas de barro, la desolación de una montaña arrasada. Y hombres yendo y viniendo con rostros serios.

Ni Adrián ni el «Sech» fueron autorizados a partir. Por la noche, sin otra cosa que hacer, escucharon el discurso del presidente Nito Cortizo en cadena nacional. El presidente pedía a los panameños ser solidarios, ofrecer dos o tres plátanos al vecino que tenga algún problema, orinar varias veces antes de jalar la cadena para ahorrar agua y por favor evitar escribirle a su Whatsapp porque lo tenían «suave» y necesitaba dormir. En Panamá había 443 casos y ocho muertos. Nadie usaba tapabocas. En la mina tampoco.

En Donoso crecía la desconfianza. Los trabajadores se preguntaban por qué unos sí podían evacuar y otros no. En voz baja, susurraban que la empresa no tenía ninguna estrategia sanitaria y solo pensaba en garantizar la continuación de operaciones de la mina, que a pesar del cerco sanitario y las protestas de los trabajadores, seguía en funcionamiento.

El domingo de ramos, 5 de abril, llegó con malas noticias. Ni las cruces de pencas del «Sech» pudieron salvar a Guillermo «Menudo» Saldaña, el primer obrero de la mina caído por Covid-19. La historia de Saldaña era desconocida fuera de la mina pero en los campamentos estalló con virulencia dejando la sensación en los trabajadores de que nadie los cuidaba. La mina tenía un puerto propio, constante comunicación con el mercado asiático y un flujo de trabajadores que entraban y salían constantemente. Era cuestión de tiempo el arribo del virus aunque nadie se preparó para ello.

Saldaña había pasado las últimas semanas de vida diciendo que se sentía mal. Le dijeron que hiciera reposo. Ante su insistencia, cuando finalmente lo llevaron al hospital, no le diagnosticaron nada. Lo enviaron de regreso sin mayores indicaciones. «En unos días se sentirá mejor», lo tranquilizó el médico. Pero nada de eso. Ante el empeoramiento de su cuadro de salud, volvieron a llevarlo al hospital y ya no regresó. Dio negativo en la primera prueba de Covid y —después de dos paros respiratorios— positivo en la segunda. Murió en un hospital de Aguadulce. Cuando la sangre manchó el cobre, el Minsa, el Ministerio de Trabajo y el Ministerio de Comercio e Industrias cerraron la mina. Con los obreros adentro. Y el virus circulando.

Luego de varias evacuaciones, todavía quedaban 2,746 personas encerradas en la mina. Los obreros se hacían una pregunta obvia: ¿por qué en lugar de evacuar a los compañeros que tuvieron contacto con los infectados, los dejan en Donoso?

Hacia inicios de abril, había según datos oficiales 15 contagiados en el proyecto. Pero se temían muchos más. Cualquier estornudo generaba un pánico generalizado. No se hacían testeos masivos. Los mineros tenían dudas sobre quién asesoraba a los jefes, que paseaban por los campamentos sin mascarilla. El Minsa, el Mitradel y el MICI parecían estar más preocupados por lo que articulaban frente cámaras de televisión. «Todo está bajo control», repetían como un mantra. Pero los obreros no les creían. Había contradicciones en los protocolos internos. Podías parquear un día con un minero y al día siguiente no verlo más porque tenía Covid-19. Otros fingían tener los síntomas para que los aíslen y les practiquen la prueba de una vez. El contagio era el único salvoconduto para escapar de ese infierno. Había obreros con cuadros de pánico por encierro y trabajadores que tenían planificado su escape.

En medio del desespero, hacia mediados de abril aumentaron los traslados de obreros hacia siete hoteles transformados en hospitales, en la ciudad y alrededores, para albergar mineros: el Parador, Montreal, el Holiday Inn y los resorts de playa Sheraton Bijao, Playa Blanca y Decameron.

¿Cómo decidían quiénes abandonaban la mina y quiénes no? Algunos para hacer la cuarentena antes de regresar a su casa, otros porque estaban resfriados, otros porque mostraban síntomas leves. La posibilidad de contagios cruzados se convirtió en realidad. Mineros que dieron negativo en la mina, llegaron positivos al Decameron. En uno de estos hoteles-hospitales, murió Lino Martínez, el segundo minero caído de Cobre Panamá. La curva de contagios comenzaba a subir y para esa fecha ya superaba los 40 casos.

«Ya no aguanto ni un día más aquí encerrado», decía «Sech» sudando al abandonar la mina en un bus, el 17 de abril. Le tocó la habitación 233 del hotel el Parador. No tenía síntomas de Covid-19. Pero era un paciente cardíaco y su salud se debilitaba.

***

Fuera de la mina el estigma sobre Minera Panamá comenzaba a crecer. En Bocas del Toro atacaron a un minero que había logrado regresar a su casa. Cuatro personas comenzaron a gritarle mientras salía a hacer las compras. Si venía de la mina podía traer el Covid al barrio, pensaban. Y le cayeron a golpes. Algo parecido a lo que sufrieron enfermeras a las que no dejaron subir al transporte público. Minera Panamá se convirtió en sinónimo de Covid-19.

«Sech» llegó a su habitación a las 8 de la noche. Habló por teléfono con su esposa. Le dijo que no se sentía bien pero que ni la gente de la mina ni del Ministerio de Salud le hacían caso. «Son nervios Sech, no tienes los síntomas del virus», le repetían. Su compañero de cuarto tosía un poco, pero no parecía nada serio. Vivían encerrados en habitaciones minúsculas, pero al decir de la empresa, allí no había casos de Covid.

Por la mañana recogían el desayuno del hotel que le dejaban encima de una silla atrás de la puerta, en plato desechable. «Sech» prefería pedir delivery para comer lo que quería. Aunque a los pocos días lo prohibieron. No podían salir del cuarto, ni siquiera circular por los pasillos. Solo las enfermeras que tomaban la temperatura todos los días a las 9:30 de la mañana y a las 10 de la noche. En los hoteles de playa, en cambio, tenían un momento de relax cuando desde las piscinas, les daban clase de zumba. Era llamativo ver a esos hombres rudos bailar en los balcones.

A los cinco días de llegar, comenzaron las malas noticias. Aislaron al compañero de habitación de «Sech» porque tenía síntomas de coronavirus. Era su jefe, el capataz de grúas y en ese momento sufría de nervios. La credibilidad de las autoridades se desmoronaba. Les habían dicho que estaban allí seguros, que no había Covid, aunque nadie había sido testeado. Y a poco de llegar, ya aparecía un caso sospechoso. Habían viajado todos juntos, Sech había compartido la habitación con él. Los peores presagios comenzaban a tomar forma.

—Ey, yo estoy ahorita con puro té y galleta— le escribió «Sech» a un compañero de la mina, contándole que le costaba comer, que no tenía hambre. —Además me falta agua, solamente te dan un litro por día —se quejaba. Se sentía mal pero estaba parado como un soldado. Solo faltaban diez días en El Parador antes de volver a su casa, en calle primera de Colón y abrazar a su familia.

En este hotel se alojaban en teoría pacientes negativos por Covid-19. / Foto: Hotel El Parador

Pero el 23 de abril empeoró. «Sech» le escribió desesperado a un compañero que estaba en el mismo hotel. Se sentía mal, necesitaba ayuda. Su compañero se saltó los protocolos y fue a socorrerlo. Cuando entró en la habitación encontró un escenario límite: el «Sech» agonizaba. Eran las 6 de la mañana.

—No puedo respirar… no puedo…— le dijo Sech y fue lo último que dijo. Su amigo comenzó a gritar y el resto de los mineros con él.

—¡233, 233, ayuden al hombre que se muere! —gritaban.

Cuando al fin llegó el enfermero, intentó avisar al Minsa, a la empresa. Pero nadie llegó. Le pidió a su amigo que se fuera porque estaba violando el protocolo. Debía ser Covid, pero no se sabía. Nadie había previsto cómo se debían tratar otras afecciones. «Sech» respiraba pero estaba inconsciente. A las pocas horas falleció.

Su muerte y los videos que realizaron los mineros para denunciar el abandono conmocionaron al país. La ministra de Salud tuvo que salir a dar explicaciones sobre la muerte de «Sech». Y lo que hizo, fue responsabilizar a la Mina.

—Una de las decisiones que se tomó era que los pacientes que no tenían síntomas se iban a quedar a cargo de la minera y los pacientes sintomáticos iban a ser manejados por el Ministerio de Salud —sentenció la ministra. Nada dijo de por qué «Sech» no recibió los cuidados que necesitaba. Ni tampoco de por qué el Estado le cedía sus competencias ligadas a la salud a una empresa privada dedicada a la extracción de cobre.

La primera reacción de la mujer de «Sech» fue como la de Adrián, de incredulidad. Había hablado con su esposo hasta el día anterior y no tenía síntomas de Covid. Ni tos seca, ni fiebre, nada. El papel que recibió dice que su esposo murió de un paro respiratorio. Y que era «sospechoso» de Covid-19. Por esta razón, las autoridades optaron por cremar el cadáver. Sus restos fueron enterrados por su familia en una ceremonia íntima, junto a la tumba de su hermano.

Poner en práctica los protocolos del Covid-19 parece por un lado natural, aunque por otro garantiza la impunidad: nunca se sabrá cuál fue la causa de la muerte de «Sech». Si fue el virus o fue el abandono y la falta de atención. Para sus compañeros, «Sech» no murió, fue asesinado por Minera Panamá.

Según el reporte oficial, a mediados de mayo, hay 5 muertos y 199 mineros que dieron positivo por Covid-19. Adrián, el amigo de «Sech», nunca pudo evacuar la mina y sigue allí, fumigando, junto a un grupo de 600 trabajadores que garantizan el funcionamiento mínimo de las operaciones. Para alivianar sus cuentas, Minera Panamá suspendió los contratos de 7 mil trabajadores.

Foto: Cobre Panamá

*Esta historia es parte de una serie de crónicas editadas por Guido Bilbao, en el marco del proyecto Panademia. Cómo nos cambió el Covid-19.

COMPARTIR EN REDES SOCIALES:

About the author

Edita la web del periódico La Estrella de Panamá y es miembro del colectivo independiente de periodistas Concolón. Ha sido reconocido en varias ocasiones por su trabajo periodístico, incluyendo el Gran Premio Nacional de Periodismo 2019 por el especial colaborativo ‘Duelo. Memorias de una Invasión’.

Daniel Molina
Daniel Molina
Edita la web del periódico La Estrella de Panamá y es miembro del colectivo independiente de periodistas Concolón. Ha sido reconocido en varias ocasiones por su trabajo periodístico, incluyendo el Gran Premio Nacional de Periodismo 2019 por el especial colaborativo ‘Duelo. Memorias de una Invasión’.