El Covid-19 acentuó las grietas del crecimiento desigual del país. El periodista Errol Caballero, uno de los 200 mil panameños con contrato suspendido por pandemia, describe la corrupción que se ceba con la crisis, a un gobierno con tufo autoritario y el grito ahogado de quienes no pueden quedarse en casa
En un mundo quebrado por la pandemia, ¿puede vislumbrarse algún tipo de esperanza?
¿Será eso —esperanza— el alivio que nace de permanecer en casa y escapar de esas torturas de todos los días: embotellamientos, el contacto inevitable y angustioso en el metro o en el bus; la prédica barata, el flow o el desafinado himno de Serrat entre las paradas? ¿Será esperanza ese deseo? ¿el surgimiento de un lugar mejor tras este mundo roto, expuesto como un lugar de sometimiento y exclusión?
En la actual crisis sanitaria, los débiles, los menesterosos, dejan de ser invisibles para generar la alerta de aquellos que son prepotentes a razón de su género o capacidad de consumo. Los que gozan de la potestad de seguir brindando pese a cualquier ley seca. Hemos escuchado sonar esas campanas en las redes sociales, desde el encierro. Indignación por quien se indigna por el hambre, vigilancia y denuncia para quien se las rebusca con la venta de una paleta.
Esos son más, los que no pueden quedarse en su casa. Más de quinientos mil los panameños que viven en pobreza, según la Naciones Unidas (ONU). En las comarcas, todos. Los más de 600 mil con empleo informal. Ya sabemos: cuando enferman, no tienen hospital al que ir y, si tienen, esperarán por horas para atenderse en las salas de emergencia compartiendo el espacio con los que piden a gritos por un doctor. Y es que, también sabemos, hay pocos médicos: seis mil. También escasean las camas pero se firman contratos desorbitantes para la compra de insumos médicos. Parece que la emergencia sí aguanta eso, los sobreprecios. Pero eso ya lo sabemos, lo que no sabemos es cómo será después.
¿Qué país tendremos una vez superada la coyuntura? ¿Podrá curarse de los excesos en las compras estatales, como las que han activado las alarmas de la sociedad civil recientemente? 168 millones para el almacenamiento y distribución de medicamentos en la Caja del Seguro Social, ventiladores a un precio que supera cinco veces a su costo en el mercado, la Autoridad del Canal comprando mascarillas a un proveedor inhabilitado por diez años por “falta de honestidad”. ¿Seguirá Panamá siendo ejemplo de una avaricia inmune a los efectos del mortal Covid?
Para algunos la pandemia significa negocios, como los de siempre. Para otros sacrificio, también lo de siempre. Solo que ahora se les exige trabajar con sueldo reducido o gratis; administrar su hambre o comer solo dos veces, como sugirió un comentarista televisivo. O perder la salud dado que, según Julio De La Lastra, representante del Consejo Nacional de la Empresa Privada, de nada sirve que la población esté sana si el país queda en la bancarrota. Siempre se podrá resolver con alguna bolsa de comida o un bono de 80 dólares. Más afortunados fueron los padres ticos, quienes recibieron 300 dólares tras perder sus empleos. Fueron 300 dólares también en El Salvador, donde, entre otras medidas, se ofrecieron garantías laborales de “no despido”. En Panamá el estado de excepción ha dejado 200 mil contratos de trabajo suspendidos y la recomendación de comer menos.
El Estado, superado por la crisis global, ha vuelto a lo que sabe hacer mejor: facilitar negocios, aún en río revuelto. Para salirse con la suya apela a los autoritarismos de antaño, a medidas que parecen que tienen que ver más con el control de la población que con la sanidad: proliferación de retenes, sobrevuelo de helicópteros militares, licitaciones cuestionables para adquirir municiones y alquilar vehículos policiales; restricciones y rebuscas en momentos en los que todo pende de un hilo. Un poder que crece ante la fragilidad y el miedo de los ciudadanos, sin mayor argumento que el de proteger la salud, cuando ese parece un objetivo secundario: lo primordial es que el mundo se reinicie según sus propios términos.
¿Podremos construir un país con dignidad para las y los panameños? ¿Habrá espacio en un Estado inflado con prepotencia para la solidaridad? ¿Podremos, siendo el país más rico en la región, pensar un sistema que nos permita dejar de ser uno de los más desiguales del mundo?
Nos tocará decidir cómo salimos adelante y si continuaremos habitando en estas dramáticas fragilidades institucionales y sociales. Necesitamos un Estado que perciba a sus ciudadanos no como niños a los que hay que amonestar diariamente en los medios o premiar con el levantamiento de una absurda ley seca. Que en el país de los negocios un presidente visionario se decida finalmente a aumentar el porcentaje destinado a la investigación científica, una labor que puede salvar más vidas que cualquier bendición lanzada desde helicóptero. Nuestras autoridades deben dejar de apelar a un supuesto “estado de guerra” y empezar a tomar decisiones desde la racionalidad, siguiendo el ejemplo de líderes realmente democráticos, viendo a los ciudadanos como eso, ciudadanos, y no salvajes o borregos.
En las verdaderas democracias sobran los regaños de las autoridades que lo son, gracias al pueblo. En las democracias se comparten conocimientos y se tiene en cuenta a la ciudadanía —su bienestar, la justicia, todas las voces— en la construcción de la política pública. En las verdaderas democracias los liderazgos son sobrios, construyen saber colectivamente y no pánico. Consenso y no discordia.
About the author
Periodista panameño y parte del colectivo Concolón, Errol ha sido editor de la revista Portada y colaborado con medios locales e internacionales como la NBC, La Estrella, Soho y Mundo Social. Para la Revista Concolón investigó y escribió el especial "Patacón", publicado en alianza con Connectas. Por su trabajo periodístico Errol ha sido premiado en cinco ocasiones. Además, es poeta: en 1998 publicó el poemario "El vértigo azul", al que le seguiría "Las ínsulas del odio" (2002). En medio de esta doble crisis pandémica y económica del Covid-19 se reencontró con la escritura.