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Panamá prohibió la venta de bebidas alcohólicas durante la cuarentena por el coronavirus. Un periodista, enclaustrado con su abuela de 81 años y tres cervezas en la nevera, cuenta el encierro y cómo el virus golpeó la vida de todos en el país

Abro la nevera y todos mis temores se convierten en realidad: solo me quedan tres cervezas. Hace diez días que estamos en cuarentena y el gobierno, de la nada, anuncia la Ley Seca: «A partir de este momento se prohíbe el expendio de bebidas alcohólicas», anuncian por cadena nacional.

En la casa somos dos. Mi abuela Flor, de 81 años, y yo. Ella se burla de mi cara de desasosiego al verme cerrar la nevera. «Y nos las vamos a beber esta noche», dice entre risas mientras cocina unos camarones en salsa, arroz con coco y tajadas de plátano frito.

—¿Cómo vamos a comer esto con una soda? Trae las pintas pues —, me ordena al rato. Sin esperar que le acerque un vaso, toma directo de la lata. Parece un comercial de televisión en el que solo falta el «¡Ahhh!» de satisfacción al final.

—Hey Nito, tienes que dejar la pendejada que tu no eres Omar —, dice mientras levanta la lata, como si brindara en honor del presidente.

Mi abuela mide 1.59, tiene la piel blanca como la leche y el pelo rojo candela. Su tamaño nada dice de su fortaleza. Nació en Madrid, un pueblito de Colombia, a unas horas de Bogotá. Se casó con mi abuelo Alberto, y juntos vinieron a Panamá donde criaron 4 hijos. Uno de ellos, el varón, lo mataron los gringos en la Invasión. Las otras tres son mujeres. Mi mamá, la mayor, y mis dos tías. Les tengo un poco de miedo: si le llega a pasar algo a mi abuela, me matan.

—Cuídala porque si le pasa algo no habrá confinamiento que te salve —me dice mi tía en un chat. Sin carita feliz. Sin Jajaja.

Vivimos en una casa de Coco del Mar, un barrio a orillas del Océano Pacífico, donde los desagües de grandes edificios  desembocan a la playa. A veces nos llega el aroma del mar, otras de las aguas negras cuando baja la marea. Dejamos la puerta abierta para que entre el fresco.

Panamá implementó una medida insólita para la cuarentena: Ley Seca. | Foto: Adolfo Berríos Riaño.

En nuestro corregimiento, San Francisco, se han reportado más de 300 casos de Covid-19. Lo bueno es que en esta área no hay hacinamiento, las casas suelen ser amplias, y no hay problemas graves de delincuencia. Tenemos suerte. En tiempos de crisis, el privilegio se hace evidente. Las redes muestran videos de gente practicando insólitos desafíos desde sus piscinas, otros desde el balcón de su apartamento o desde el living de su sala. Detrás de cada persona en una videollamada grupal se ve un pedazo de su vida y su clase social. Aquellos que no acceden a la vida virtual, dejan de existir.

Soy periodista. Teletrabajo. Me bajaron la cantidad de horas y el salario, pero no me quejo: muchos amigos se quedaron sin chamba y muchos otros no saben cómo harán cuando vuelva la nueva normalidad. Mientras tanto, los bancos suspendieron por tres meses los cobros de hipotecas y tarjetas de crédito y el gobierno entrega bonos de 80 dólares mensuales a las personas que dejaron de recibir ingresos a causa de la cuarentena. Es el monto más bajo del continente, en uno de los países más caros de la región: La canasta básica de alimentos cuesta 310 dólares.

El bono no alcanza ni para morirse. Los ataúdes más baratos suelen rondar los 300 dólares. Pero mejor no pensar en eso. El encierro suele jugarte esas malas pasadas: imaginas la muerte de tus seres queridos, imaginas tu propia enfermedad, te piensas atrapado en un respirador. Sientes los síntomas, te cuesta respirar, te lavas las manos de nuevo. El terror es esto: un monstruo invisible del otro lado de la puerta de tu casa. Sabes de lo que hablo.

Hoy es martes y me toca salir. Solo te dan dos horas para hacer tus cosas que se determinan por el último número del documento. Debo ir por comida, medicinas y recoger el cheque de jubilada de mi abuela. Puedo estar en la calle de 7:30 a.m., hasta las 9:30 a.m. No sé si me alcanzará el tiempo para todo. Mi abuela no sale. Ella se encarga del protocolo de limpieza: pone una toalla empapada con alcohol fuera de la casa. Al regresar yo froto mis zapatos allí y los dejo afuera. Luego me rocía con alcohol como si estuviera regando una mata. Voy directo al baño, me quito la ropa, la dejo en un cesto, boto la mascarilla rosa de dentista, y me doy una ducha de cuerpo completo. Las bolsas con las compras las lavamos con paños desinfectantes, luego limpiamos las latas y envases de comida antes de guardarlos. Nos demoramos una hora, más o menos.

—A qué te tomarías una pinta, ¿ah? —le digo. En realidad me la tomaría yo. Ella me agradece por hacerle los mandados.

Las nuevas rutinas incluyeron la desinfección extrema. | Foto: Adolfo Berríos Riaño.

Los días van pasando así, casi sin gracia. Siguiendo las curvas, los muertos, los infectados, el anuncio permanente de la mayor crisis económica en 200 años. De las supuestas teorías de conspiración que culpan a Bill Gates, a los chinos, al 5G. Es cansón.

Mi abuela no le mete mente a la pandemia. Me habla de la novela turca que vemos religiosamente cada día a las 8 p.m. Nunca pensé que a esta edad comenzaría a mirar novelas. Y menos aún que me gustarían.

Me da un poco de pena que le venga a pasar esto al final de su vida. Que no pueda salir al sol, ver a sus hijas. Me entristece. Me gustaría abrazarla. Como es chaparra, solía besarle la cabeza. Luego aspiraba hondo, y le decía si olía feo u olía bonito. Ella se cabreaba y me empujaba.

«Claro que me lo lavé, qué le pasa», me decía. Así, en tercera persona, a lo colombiano.

Pero no la abrazo, ni le huelo los mechones rojos ni nada. Me convertí en la mayor amenaza para su supervivencia.  Yo que salgo a la calle, puedo traerle el virus. Otra vez: la cabeza que hace trampa. Todo va a estar bien.

El 3 de abril me tomo la última lata de cerveza. Un brindis por videollamada con tres primos. Uno de ellos tiene un bar que obviamente está cerrado. Tratamos de convencerlo de ir clandestinamente a buscar los cajones de pintas que tiene allí. Él está preocupado porque no sabe si podrá pagarle a sus empleados el próximo mes. No le prestamos atención.

—Fren, si nos para la policía les decimos que es una cuestión de seguridad. Que se ven las neveras desde la calle y pueden entrar a robar.

Él dice que esto es Panamá y que el que quiere conseguir alcohol consigue. Que nos dejemos de awevasones. Que hay un delivery clandestino que te cobra las pintas a cuatro veces su valor pero te la llevan a la casa. Mi otro primo le dice que esa es vaina de yeye. Que conoce una abarrotería de chinos que vende cerveza clandestina al precio de siempre.

Cumpleaños vía Whatsapp. | Foto: Adolfo Berríos Riaño.

Es 10 de abril, Viernes Santo. Mi abuela mira por televisión como el Papa Francisco hace los ritos religiosos en el Vaticano vacío. Un equipo invisible de camarógrafos comparte las imágenes a millones alrededor del mundo. No tienen creatividad. Deberían aprender del arzobispo de Panamá, José Domingo Ulloa, que se montó en un helicóptero acompañado de una réplica de la Virgen María para bendecir a Panamá desde el cielo. Por supuesto, con dinero público. Atraviesan el skyline de PTY, a través de los rascacielos que ilustran las típicas postales del «Dubai de Centroamérica».

En uno de ellos, en Paitilla, la alta sociedad panameña celebró en medio del confinamiento una boda de lujo mientras el resto de la ciudadanía permanecía en sus casas. La noticia corrió primero en redes y luego llegó a los medios, pero no hubo fiscal que se animara a abrir un proceso judicial contra las grandes familias que violaron el encierro. En Patio Pinel, un barrio de pueblo, un grupo de personas hizo fiesta con piscina en la azotea del edificio. Aquí sí llegó la policía. El brazo duro de la ley. Es la normalidad que conocemos en Panamá, uno de los diez países más desiguales del mundo. Fue tal el escándalo en relación a la doble vara para medir el mismo delito, que el gobierno decidió ponerle una multa económica a la parejita feliz y cuento terminado. La multa fue de 100 mil dólares, eso es lo que hay que tener en la cuenta bancaria para hacer una fiesta durante la cuarentena. Si no, a limpiar calles como multa y que tu foto adorne el Twitter de la Policía Nacional como ejemplo para los demás.

Cuando la Policía Nacional no está deteniendo infractores pobres o eludiendo aplicar la ley en los barrios ricos, saca orquestas uniformadas a bailar salsa de Rubén Blades frente a edificios multifamiliares. «Amor y Control» es uno de los temas recurrente. También recorren las calles por la mañana declamando versos bíblicos por un megáfono. La penetración de las iglesias evangélicas al interior de la fuerza es alarmante. Hay quienes les gusta la iniciativa, otros piden Estado laico. A mí me gustaría que me dejaran dormir unas horitas más.

Mi abuela está al teléfono con Eugenia. Eugenia era quien cocinaba y limpiaba la casa antes de la cuarentena. Se conocen desde hace años. Comparten preocupaciones y preguntas por las familias. Mi abuela le paga 250 dólares al mes aunque no pueda venir a trabajar. Es un monto importante de su cheque de jubilada. Eugenia lo sabe y se lo agradece. Pero no le alcanza. Le cuenta que la noche anterior no pudo dormir. El sonido de los disparos la mantuvo con los nervios de punta. En los barrios populares las pandillas no descansan. Aunque bajaron los crímenes, las rivalidades no se detienen por el coronavirus. Eugenia vive con otras seis personas. Casi llorando le dice que todos se quedaron sin ingresos. Enviados de vacaciones forzadas, con contratos suspendidos, despedidos o simplemente sin posibilidad de ir a la calle a ganarse el pan pues pertenecen al sector informal. Además de lo que paga mi abuela, lo único que reciben son algunas bolsas de comida del gobierno: un poco de arroz, frijoles, leche en polvo y poco más.

El presidente Laurentino Cortizo, con la sensibilidad de una roca, recomendó comer solo dos veces al día y tratar de no halar la cadena del excusado para ahorrar agua. La dirigencia empresarial, a tono. «De nada le va a servir al país tener una población 100 por ciento sana, si el país va a estar en bancarrota», dijo el presidente del Consejo Nacional de la Empresa Privada, Julio De la Lastra, asustado por la ayuda estatal en un país donde el neoliberalismo es casi una religión. Un consenso suicida.

El periodista Adolfo Berríos Riaño registra la intimidad de la cuarentena con su abuela Flor. | Foto: Adolfo Berríos Riaño.

Hoy creo que es domingo. Me despierta la música que llega desde la sala. Mi abuela está en un camisón crema, bailando sola al ritmo de un mixtape de merengue que le regaló un sobrino. Tomo sus manos y me uno como su parejo. A los 5 minutos me suelta, y con una sonrisa preocupada sentencia:

—Mijo, tiene que aprender a bailar o no va a conseguir mujer nunca.

En la noche me sorprenden los ruidos que llegan de la calle. La gente ya se empezó a cabrear. Escucho pailazos desde las casas de los vecinos. Alrededor del país, las personas golpean sus cacerolas de metal en una cacofonía que hace eco entre las calles y barriadas. Es una acción de protesta que se remonta a los tiempos de la dictadura militar. Las pailas suenan contra la corrupción en el Gobierno. Se han hecho públicas contrataciones por 2.5 millones de gel alcoholado a un costo exorbitante, y ventiladores respiratorios a 900 por ciento del precio del mercado. Es más, se informa de que Honorables diputados están detrás de empresas proveedoras del Estados que venden agua embotellada con sobreprecio. Contrataciones directas que se justifican por el estado de emergencia.

La corrupción no es algo nuevo ni producto del virus. Nos hemos acostumbrados a ver a presidentes y funcionarios convertirse en multimillonarios. Hombres que luego de la gestión, con suerte, pasan unos días en prisión para salir de allí frescos a disfrutar su fortuna. Pero en momentos en los que se piden sacrificios extraordinarios, el juega vivo cae particularmente mal. Más allá de los partidos, son personas que llegan al gobierno para esto. No lo pueden evitar. Ni el virus cambia sus planes. Pero cuidado: si te encuentran con guaro en el carro, como está pasando todos los días,ahí si te meten preso, te meten multa y eres la escoria de la sociedad.

Mi abuela no está durmiendo bien. La televisión no ayuda. La ministra de Salud, con un tapabocas multicolor —que intenta ser fashion pero se ve más bien ridículo para el cargo que ocupa—, dice que no estamos cooperando. A los cinco minutos de ver cifras de muertos, enfermos y multados, cambiamos de canal. Es una tarea imposible: mire lo que se mire se repiten las imágenes con morgues improvisadas en Central Park, viejitos con miedo en los asilos de España e Italia, y también imágenes de animales recuperando el territorio perdido, demostrando que el mundo podría recuperar su antiguo brillo sin Sapiens destrozándolo todo. Me debato entre el delivery yeye o el mercadito chino. Podría meterme en problemas pero que va. Ya está bien de esta vaina. Trump dice que hay que tomar lejía. Prefiero la cerveza. Le envío un mensaje a mi primo.

Adolfo y Flor: cuarentena verde en Coco del Mar.

*Esta historia es parte de una serie de crónicas editadas por Guido Bilbao, en el marco del proyecto Panademia. Cómo nos cambió el Covid-19

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About the author

Periodista panameño, comprometido con la investigación de temas relacionados a Derechos Humanos. Desde el 2018 forma parte del colectivo Concolón. En 2019 vivió en Nueva York por una beca de Human Rights Watch. De vuelta en Panamá cuando se desató la pandemia del Covid-19, Adolfo trabajó en horario reducido y desde su casa para la redacción digital de TVN. Para Revista Concolón, escribió sobre discriminación y protestas contra la homofobia en Panamá y contó la intimidad del encierro con su abuela Flor.

Adolfo Berríos Riaño
Adolfo Berríos Riaño
Periodista panameño, comprometido con la investigación de temas relacionados a Derechos Humanos. Desde el 2018 forma parte del colectivo Concolón. En 2019 vivió en Nueva York por una beca de Human Rights Watch. De vuelta en Panamá cuando se desató la pandemia del Covid-19, Adolfo trabajó en horario reducido y desde su casa para la redacción digital de TVN. Para Revista Concolón, escribió sobre discriminación y protestas contra la homofobia en Panamá y contó la intimidad del encierro con su abuela Flor.