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¡Tranquilos! ¡No pasa nada! Llegó el Coronavirus

A Panamá, como a otros 115 países, llegó el Coronavirus, y los llamados a la tranquilidad y a la madurez parecen no tener efecto: estamos con los nervios de punta y riéndonos como niños de un virus que mata a nuestros padres, desborda sistemas de salud y aísla a países enteros

No sabemos cómo llegó. Pensamos que había sido a través de una mujer que vino de España el domingo y que el día lunes visitó un hospital y se convirtió en el primer caso oficial, pero al día siguiente que anunciaron más casos, un muerto, entre estos un director de un colegio, la geografía del registro oficial empezó a desvanecerse, el virus era clandestino, y a esta hora del día, el coronavirus llegó hace rato, pero no sabemos con quién.

Y llegó hace rato, cuando vimos Wuhan sin habitantes y hospitales que se construían en horas para atender a las primeras víctimas del Covid-19. Luego llegaron los estudiantes que teníamos en China y los enviamos a una cuarentena en una comunidad a más de 50 kilómetros de distancia de la ciudad de Panamá. En aquellos días reíamos porque necesitaríamos más de una década para hacer un hospital en la urbe, y toda una vida para hacer lo mismo en una comunidad rural. Si algo sabemos los panameños es que nuestro sistema de salud es un ataúd, y si algo sabe la CEPAL, es que el país próspero, tiene de los más bajos porcentajes del gasto público de salud con relación al PIB del continente.

En Panamá pierdes a un intelectual con una medicina para sus ojos, se pierden familiares al entrar al quirófano. En el pasado gobierno del PRD —2004-2009—, partido de gobierno actualmente, vivimos una de las peores y más crueles crisis sanitarias. Cientos murieron con un jarabe envenenado que tomamos para curar el resfriado. El mercado nos ofreció el veneno al menor costo y no pudimos evitar que llegara a nuestros corazones. Sus sobrevivientes protestan todavía, porque el Estado —que en algún momento los apaleó en una protesta— los abandonó. Nuestras madres, nuestros abuelos, potenciales víctimas del Covid-19, veían en la televisión a una mujer que se encargaba de tranquilizarnos con datos oficiales, mientras sus hermanos fallecían. Esa doctora es la Ministra de Salud, se llama Rosario Turner, y por segunda vez, desde que nos pulverizó Estados Unidos con cientos de bombas, está encargada de transmitir la serenidad en medio de la tormenta.

Cuando Turner anunció que llegó el virus, los panameños, al menos los que pueden ir al supermercado, agotaron el alcohol, los paños húmedos, el gel antibacterial, pelearon mascarillas, hicieron largas filas y no han dejado de enviar por WhatsApp y redes sociales cadenas con recomendaciones, memes con nuestros miedos, y audios que reflejan nuestro temperamento del momento. «Ya la gente está mandando awebasón, que si tá aquí el coronavirus —dice una señora en uno de esos audios—. Una cosa es llamar al hijueputa diablo y otra cosa es verlo focking llegá». Cuando Turner hablaba, durante la crisis de los envenenados, sabíamos que nos decían medias verdades. Conozco una niña que saltaba en su cama. Su madre estaba a su lado viendo televisión. La niña escuchó las noticias y preguntó: «¿Me diste el jarabe, Mamá?».

Este país puede curar al padre de Mel Gibson, pero no puede evitar que una indígena muera en la puerta del hospital. Y por supuesto que con la llegada de un virus mediático, imperceptible, de fácil contagio y propagación global, que preocupa al primer mundo—pero que dicen no nos debe preocupar—, nosotros, la periferia marginada abierta al planeta, a quienes nos mata una picada de un mosquito, quienes no resistimos el parto, quienes no podemos ir al médico, la llegada del coronavirus activó nuestro consenso de salud: en Panamá si eres pobre está prohibido enfermarse. La minoría que paga hospitales privados también ha mostrado su preocupación porque el Covid-19 no distingue clases y porque las aseguradoras no quieren cubrir sus gastos.

El más grande centro comercial de Panamá está vacío a esta hora. El coronavirus asustó al consumo. La comarca Ngäbe Bugle, que no le teme al comunismo, cerró sus puertas. Se cancelaron los bailes típicos. Se cerraron todas las escuelas del país. Se canceló un concierto con Rubén Blades gratuito en las escalinatas del edificio de la Administración del Canal de Panamá que esperábamos con ansias. Se suspendió el Festival Internacional de Cine de Panamá, se suspendió otro festival internacional pero de teatro, se suspendió una feria local. En la Universidad de Panamá que jamás hay papel higiénico, ni jabón en los baños, sucedió lo inaudito. Las autoridades colocaron papel y jabón y muchos estudiantes se indignaron («¿hasta ahora?») y La Asamblea Nacional de Diputados aprovechó el Covid-19 para cerrar sus puertas al público y discutir sin ciudadanos incómodos proyectos que favorecen la contratación de empresas corruptas. Por ahora, del miedo, solo se salva la vía interoceánica, que no la detiene nada.

Pese a las medidas preventivas —no toser en público, evitar las aglomeraciones, lavar nuestras manos permanentemente—, el coronavirus se nos ha metido como una peste bíblica. El fin de semana un amigo me dijo que «es un llamado del señor» y que «hay que rezar mucho porque viene con fuerza». Casi 9 de cada 10 panameños es creyente. «Panamá es el país de toda América Latina —dice el politólogo Harry Brown Araúz—en el que hay mayor cantidad de población que dice creer en el mal de ojo». Panamá es supersticiosa, cree en el exorcismo, en las tuliviejas, en el diablo, y por supuesto que una gran parte la población está observando el Covid-19 como una profecía aunque nos digan que el metro se está limpiando con Lysol y que en el aeropuerto se instalaron unos dispensadores con gel desinfectante para los viajeros. «Dios tome el control de mi país. Amén» escribe selibeth_g12 en Instagram.

Panamá ha respondido al contagio con broma y con seriedad, con engaño y no ficción. Lo trágico se convierte en risible como un mecanismo de defensa. La risa es un estado ulterior al drama, una vía de escape. Nos reímos de nuestra precariedad, pero por otro lado sabemos que tenemos un adulto vulnerable, diabético, débil, que no queremos ver en camillas. Nos reímos de nuestros miedos, de nuestras filas en los supermercados y de nuestros arrebatos, pero por otro lado estamos atentos a la evolución del virus y todo lo que suceda con él, aunque no sea cierto. En un grupo de WhatsApp se mostraban fotos de hombres vestidos para atender un panal de abejas y los usuarios del grupo los confundían con especialistas de virus transcontinentales.

El día que escuché la noticia de la llegada del Covid-19 me bañé rápido, fui a la farmacia, compré gel antibacterial y limpie la casa como si fuera un salón de urgencias, aunque no le tengo miedo, ni me importa contagiarme. Mi pareja me dijo que era un dramático y me dejó el gel antibacterial que le compré en la mesa. Esta mañana que escribo estas palabras el gel no está, se lo ha llevado consigo.

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About the author

Es fundador de Editorial Descarriada y autor del libro «Secar en invierno». Dirigió la extinta revista de crónicas y arte contemporáneo, El Guayacán. Sus trabajos se han publicado en Colombia, México, Chile, Portugal y en Panamá aparecen regularmente publicados en el periódico La Estrella. Participó en la reciente colección de crónicas latinoamericanas de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos.

Víctor A. Mojica
Víctor A. Mojica
Es fundador de Editorial Descarriada y autor del libro «Secar en invierno». Dirigió la extinta revista de crónicas y arte contemporáneo, El Guayacán. Sus trabajos se han publicado en Colombia, México, Chile, Portugal y en Panamá aparecen regularmente publicados en el periódico La Estrella. Participó en la reciente colección de crónicas latinoamericanas de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos.