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Sin acceso a derechos elementales como agua, empleo y seguridad, las mujeres empobrecidas trabajan el doble para cuestiones tan simples como cocinar, limpiar y llevar a sus hijos a la escuela. En las comarcas indígenas, en Santiago o entre las afrodescendientes darienitas o en los barrios populares de Panamá, las historias se repiten: la vida cuesta arriba y la violencia como experiencia cotidiana

La vida, la profesión y mis compromisos con el feminismo me han dado la oportunidad de desarrollar una pasión que me ha llevado a caminar, conversar, compartir tristezas y alegrías con muchas mujeres en todas las comarcas, territorios indígenas, en las provincias del interior y en los barrios empobrecidos de la ciudad de Panamá.

Las mujeres empobrecidas están hechas por el trabajo duro. A ellas las encuentras en las comarcas indígenas, en Changuinola o Santiago, entre las afrodescendientes darienitas, pero también en los barrios populares de la ciudad de Panamá, San Miguelito y Colón, con algo en sus bolsas para vender, naguas, chacaras, chances y artesanía. O en trabajos de limpieza y venta de comida en las fondas ganando para sobrevivir al mínimo. El sistema de desigualdad lesiona sus sueños y las hace vivir con mayores obstáculos para acceder a derechos básicos.

El principal de todos los derechos es el acceso al agua, reconocido tan vital a todas las personas pero que para las mujeres representa el insumo básico para el trabajo de cuidado. “El agua es vida y la vida se defiende”, me dijo Mary Pineda, fundadora de los Centros de la Mujer de Pastoral Social, en Chilibre Centro. Como en todas las comunidades del corregimiento de Chilibre, en Las Cumbres, San Miguelito, Arraiján no disponen de agua para consumo humano las 24 horas del día. En las Comarcas indígenas es un problema que se mantiene —sólo en la Comarca Ngäbe Bugle el 54.3 por ciento de la población se abastece de fuentes de agua no protegidas.

Con el agua cuidamos todos los cuerpos, esa tarea que la sociedad patriarcal sublimó al extremo de hacerla una extensión de nuestro propio cuerpo —“no hay manos como la de las mujeres para acariciar, mecer cunas, cocinar, fregar y limpiar lo sucio”—. La gran mayoría de nosotras vive o vivió eso: la imposición de la carga tallada por la cultura. Pero las mujeres empobrecidas son quienes tienen las cargas de trabajo más extenuantes, porque no tienen forma de evadirse de ellas. ¿A quién podría recurrir una mujer pobre para el cuidado de sus hijos, conseguir y preparar la comida, buscar el agua a diario para hacerlo todo? ¿Cómo podría concretar sus anhelos de estudio, de metas cumplidas, si su tarea es fregar para otros, mantener a sus hermanos, ayudar a la madre? ¿Cuál es la alternativa en la pobreza? No son pobres, son el resultado de un sistema socio-económico que reproduce pobreza y no les garantiza el ejercicio de sus derechos.

Esa misma cultura, este sistema, además de dar a las mujeres la responsabilidad exclusiva en las tareas de cuidados, la revistió de una combinación de amor y sacrificio. Lo aprendemos desde la infancia: donde hay amor, hay dolor. Es más: el dolor viene dado para las mujeres donde hay amor. También aprendemos que ese sacrificio —ese trabajo, la carga de las horas, la responsabilidad asumida sin chistar— es gratis.

El trabajo de cuidados es eso: trabajo disfrazado de amor por el que nadie paga un centavo.

Ilustración de Risseth Yanguez

¿Por qué es trabajo y no es amor? Porque esa tarea —mantener una casa en funcionamiento para que todos los de esa casa puedan hacer lo que hacen— crea valor y es indispensable para que las personas puedan funcionar en el conjunto de sus responsabilidades.

Por ser “trabajo” de mujeres es un trabajo del que se apropia el empleador de las parejas de las mujeres: a esos patronos no les cuesta la estabilidad física y psicoemocional de sus trabajadores y en los salarios nunca incluyen los costos de sostenimiento de sus vidas y de sus familias. Las familias entregan trabajadoras/es formados, adaptados al trabajo y dispuestos a entregar su tiempo en el mercado, gracias al trabajo no remunerado invertido en mayor proporción por las mujeres: la pareja que limpia, lava la ropa, cocina; la hija que cuida a los hermanos; la madre que lo hace todo.

Sobre el trabajo de cuidado conversé con Doris Gallardo, allá en Guabo, territorio Ngäbe Buglé. Doris es una mujer que cruza los sesenta años de una familia de ocho mujeres productoras. Me dijo que todas las mujeres en sus familias han sobrevivido a la violencia. “Todas”, dijo. Hablamos de la violencia, de los miedos, de la vida que se nos fue al infinito con la sobrina ya cansada de los malos tratos del marido. Esa es una experiencia común en las mujeres. Los golpes nos vienen de todos lados.

La pobreza en esta comarca no es nueva. El mercado se ha expandido, ya no veo a los hombres cargar sobre sus espaldas sacos de sal y otros productos como hace 30 años, cuando asistí a trabajos voluntarios en esas áreas. Hoy el traslado de mercancía lo hacen en transporte público, pero siguen siendo 9 de cada 10 las personas que no tiene para cubrir las necesidades básicas y sostener sus vidas. La vida se cuece al calor del inclemente sol, de proyectos donde señores bien vestidos nos hablan de una buena vida, pero se hace añicos en la realidad. Luego nos aturde la muerte.

Por esos campos, carreteras nuevas o viejas con esas pendientes que llaman a la muerte, o los ríos sin puentes, dicen que las maestras Marta, Aliuska y Ilcia ya no volverán. Sus muertes muestran cómo a los seres abnegados que cuidan a propios y ajenos, el Estado las defraudó. Como a ellas, a otras y a nosotras: el Estado nos defraudó.

Para las mujeres, hay vida descuidada y mal vivida. Igual que Julissa Hernández, vendedora ambulante en Calidonia, las mujeres empobrecidas con las que he conversado en cualquier parte del país siempre hablan de la falta de empleo. Trabajan todo el día, pero no consiguen un trabajo remunerado. No acceder a ese derecho elemental, las deja sin dinero para decidir sobre sus propias vidas. En ese estado de dependencia se abre paso la violencia.

En esos entornos donde los jóvenes se juegan la vida en pandillas y entre drogas, Julissa Hernández pide empleo para ellos. A ella en su natal San Miguel el derecho a la libre circulación le está limitado, no puede ir de un edificio a otro libremente porque son territorios que controlan los otros. Ella es vendedora de perfumes y desde temprano acostumbró a sus hijos a circular en grupo, junto a ella, para impedir que se involucren con los chicos de pandillas. Impedir que mueran jóvenes.

Las mujeres deben sortear la violencia doméstica, la inseguridad del barrio y esquivar la bala. En el mero centro de la ciudad, en nuestras calles de Calidonia, San Miguel, El Chorrillo o en Santa Ana, ellas todos los días esquivan también las aguas servidas y el olor putrefacto de la basura acumulada. Altivas, pasan con sus hijos e hijas camino a la escuela. No todas lo saben, pero sus vidas están cruzadas por políticas racializadas, aquellas a las que no le importa que las niñas y los niños deban pasar camino a la escuela por el agua servida o que la educación que reciben no le prepare para la vida. Sí, también aquí el maltrato viene del Estado. No es casualidad que justo en estos barrios los habitantes sean afrodescendientes. O que en los centros de privados de libertad la mayoría sea afrodescendiente. El Estado permite la discriminación racial y educa bajo el eufemismo del crisol de razas para mantener sepultada la memoria rebelde del palenque.

Entre aguas transparentes, he conversado a la orilla de un río de la Comarca Emberá-Wounaan con Clelia Mezúa, líder de las mujeres de Cémaco. Dice que no puede dejar que el poder de los machos antidemocráticos y corruptos se continúe imponiendo en el gobierno Emberá: han vendido mucha madera, atentando contra nuestra cultura y nuestra vida, la deforestación provoca la destrucción del bosque y seca los ríos, las cuencas no son protegidas. Por eso no puede estarse quieta. Me dijo que quiere detener esa destrucción porque la identidad cultural de su pueblo está unida a la naturaleza y es parte de la vida de su gente.

Las mujeres me cuentan sus historias como únicas, pero esas experiencias las vivimos todas: esa prepotencia, el acoso callejero, el temor al abuso sexual, la violación. Los embarazos a temprana edad ocasionados por un pariente, por el conductor del busito o por el padrastro. Otra vez: el Estado nos descuida. Su prioridad no es evitar embarazos a edades que ponen en grave riesgo a esos cuerpos. En lugar de protegernos de esas violencias, prefiere crear una ley para registrar tejidos fetales.

En este caminar me he visto cara a cara con las fugitivas del patriarcado, esas como Chevy Solís —artista y psicóloga feminista—, que desafían sus mandatos y no ven su realización como mujer en la maternidad, la monogamia o la heteronormatividad, y deben someterse al ataque permanente de quienes enarbolan las banderas de los antiderechos, esa cofradía extremista que quebranta derechos a la comunidad LGBTIQ+.

Esa gente que daña mucho, señala, promueve el odio y la discriminación desde la trinchera antiderechos, está en partidos políticos corruptos, incapaces de escuchar lo que decimos las mujeres y la población sobre nuestras prioridades, demandas y derecho a participar y decidir. Por eso avanzamos a la conmemoración del Centenario del Partido Feminista de nuestra Clara González con la creación de un Espacio En Movimiento para contribuir a construir la sociedad democrática, equitativa, feminista y ecologista que aspiramos.

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