En las escuelas no enseñan la Invasión del 20 de diciembre de 1989 de Estados Unidos a Panamá. Sin espacios sociales para la conversación o el duelo, sin verdad, justicia ni reparación, ¿con qué material se tejen las memorias de quienes no vivieron la invasión? Para Nicanor Alvarado, el silencio ha sido una de las técnicas más eficaces para la desmemoria.
El 21 de diciembre de 1989, un día después de La Invasión, mi mamá caminó 11 kilómetros, acompañada de su cuñado Ricky, para conseguir un tanque de gas licuado para cocinar. Exactamente un año después, estaba en la sala de maternidad del Hospital Santo Tomás, pariéndome.
Yo soy uno de los miles de hijos de La Invasión. No la vi, no la lloré y, en teoría, no me dolió. Me quedo con esto último: digo que no me dolió porque a mi familia no le dolió. A los amigos de mi familia tampoco. A mi barrio menos.
O eso creía. Hasta ahora.
Crecí en Santa Librada, un barrio en donde el distrito de San Miguelito termina, en medio de las montañas, para dar paso a Alcalde Díaz. Jamás se escuchó hablar de La Invasión. Sobre ella imperó un código de silencio brutal, como si jamás hubiese pasado. Lo poco que discurría era supremamente anecdótico, sin rabia o tristeza alguna: mi mamá me contó su travesía por toda la ciudad para conseguir el gas. Mi abuela se fue a buscar cosas para comer sin pagar con su amiga perredista Linda, y les ordenó a mis tíos quedarse en casa. Y punto.
Nadie jamás contó del horror de las bombas en el cerro Tinajitas, cerquita de casa. Mis primos y yo crecimos sin enterarnos de ello. Nadie nos dijo cómo se estremecían las casas con el bombardeo al cuartel. Nadie habló jamás de los muertos, de los desaparecidos, del dolor. El duelo de La Invasión quedó encerrado en un baúl con llave.
La primera vez que escuché hablar de La Invasión a conciencia fue de adolescente, de boca de Cora, la mamá de Yannesey, una chica de Los Andes que nos hicimos amigos en el Instituto América. Cora nos sumergió a los dos en una ciudad brutalmente desfigurada, que me hirió: nos recordó su impresión al ver por primera vez lo que quedó de Panamá después de la madrugada del 20. Esquinas irreconocibles. Me imaginé los tanques en las calles que ahora son mías. La guerra en el barrio de los que ahora son amigos. Sus vecinos que nunca volvieron. Todavía puedo recordar el shock que sentí. Lo pienso y me tiemblan las manos.
Años después, con Maryorie, otra amiga que hice en la universidad, fui a entrevistar a un pariente suyo que era parte de las Fuerzas de Defensa. Trabajábamos en una nota para el diario Día a Día. Nos contó el drama de huir de El Chorrillo la noche de la tragedia. De atravesar una zona de guerra espantosa. Eso abrió otra fisura en mí: el nudo en la garganta que te genera escuchar cómo muchísima gente tomó, para huir de la muerte, las calles que yo recorría seis y siete años después, agarrado de la mano por mi abuelastro, que me llevaba del apartamento de mi abuela en la calle del pesca’o al gimnasio Kiwanis. Me demolió entender que uno de mis más bonitos recuerdos de infancia era el recuerdo de dolor de muchos otros. De pensar en cuánta gente vio la vida por última vez allí, donde yo estaba. Y pensar en que aún algunos de ellos no tienen nombre ni lugar para ser llorados.
Maruja, mi productora en TVN Investiga, me dice que un par de días después, siendo adolescente, fue a El Chorrillo. Dalia Bernal, ahora diputada por San Miguelito, era vecina suya y le pidió a su mamá que la acompañara a buscar a una hermana que vivía en el barrio bombardeado y se había perdido. Maruja se apuntó al paseo, aun contra los regaños de su mamá. Terca, se montó al auto con las zapatillas por terminar de amarrarse. Cuando llegó no paró de vomitar. El barrio olía a muerto. Sobre tanta gente yacían sus edificios, derrumbados, quemados, colapsados. Lo que antes era un horizonte de cuartos de inquilinato ahora era nada. Desde la cárcel Modelo y el mar ya no había seis cuadras de barrio. Había seis cuadras de nada. Maruja no aguantó y yo, 29 años después, escuchándola, tampoco. Me duele el alma. La hermana de Dalia Bernal estaba en un campamento.
El 19 de diciembre de 2017 fui a la casa de la familia Chirú, en Paraíso, San Miguelito, para hacer una nota sobre La Invasión. Lo primero que me dijo la señora Alicia, la matriarca de la familia, fue que esperó por días la llamada de su hijo Armando. Su voz se quiebra tanto que a veces no entendía lo que decía. Solo percibía su calvario. Armando fue asesinado a tiros cuando conducía por Automotor, rumbo al aeropuerto de Tocumen, el 21 de diciembre de 1989. Ella supo de eso dos meses después, cuando halló su cuerpo en una morgue. Un vecino, sin pesar se lo avisó: está muerto.
Aunque lo halló, Alicia me hizo saber que hay mucho ardor aún en la memoria de ella, como víctima. Pero que las únicas víctimas no son ellos, los familiares de los muertos, los muertos o los heridos. Somos todos los panameños. Los que la vivieron o no. Pero cada año que pasa, arrinconado al olvido, el 20 de diciembre nos hace a todos menos víctimas: desdibuja el dolor, maquilla el dolor no digerido, relativiza la historia. Los hijos y ya los nietos de La Invasión no tenemos la más mínima idea del horror, no somos conscientes de lo profundo de la no reparación, y de las herencias que eso ha dejado en nosotros. Somos la desmemoria andante.
Anoche llamé a mi madre, para hablar con ella un poco sobre todo esto. Me dijo finalmente cuánto le llegó. Tenía 19 años, recién se había graduado. Empezaba a salir con mi papá y el shock de La Invasión fue tal que no le dio por llamar a nadie para confirmar si él estaba bien. Si había estado en casa de su mamá esa noche, en El Chorrillo. No había tiempo. Había que digerir la realidad y ya, de golpe. Aunque no murió nadie que conocía, recordó ver Santa Librada, el barrio al que llegó a mediados de los 80, destruido por los saqueos. Los correos y telégrafos, la Caja de Ahorros.
Parece obvio, pero no hablar del tema no quiere decir que no le duela. Tal vez el luto está mucho más enquistado de lo que creí en ella y en su generación. En 30 años la sociedad ha hecho poco por poner sobre la mesa el duelo del 20 de diciembre. Y aunque parece un tema superado, gracias al silencio, creo que las esquirlas del horror nos rodean a todos, lo hayamos vivido o no, más seguido de lo que pensamos.
Hoy, por un mensaje en Whatsapp me he enterado que el papá de un amigo murió la noche de La Invasión. Él nació cinco meses después de eso. Doce años de hablar con él y nunca lo supe. En doce años era la primera vez que hablábamos media palabra sobre el 20 de diciembre.
About the author
Periodista santanero. Trabajó por cinco años en La Estrella de Panamá, hizo una pasantía en Grupo Prisa de España y desde hace siete está en la televisión: hace reportes de ciudad e investigación en TVN Noticias. Ha ganado seis premios del Fórum de Periodistas, algunos escarbando en los entramados de corrupción de los últimos años. Es parte del colectivo de periodistas Concolón.