Hombre de confianza de Noriega, pasó del G2 a imponer el terror desde las Fuerzas de Defensa en Darién, Chiriquí, luego a ciudad de Panamá y, después de La Invasión, a la cárcel por asesinato. Salió de El Renacer convertido y hoy es pastor evangélico con templo propio
Cuando el apóstol Luis Antonio Córdoba camina entre hileras de sillas, los fieles llevan 70 minutos entonando alabanzas en penumbras. Torso redondeado y ceñido en un traje oscuro, tez morena, él también canta por el micrófono inalámbrico que sostiene con la mano derecha. Sube a la tarima y se hace la luz. Da un sorbo a la botella de agua, arquea las cejas y, como remate al versículo que acaba de leer, con la mirada perdida en el brillo del neón, recuerda los traumas del encierro en la cárcel El Renacer:
—Yo, teniente coronel, compadre del hombre fuerte de Panamá, mandamás y juega vivo, metido entre malandras de poca monta. Yo que salía a los juicios a pasear, encerrado por 20 años porque uno dijo “culpable”. Qué vaina, 20 años. Qué vaina —dice el apóstol Luis Antonio Córdoba en el Ministerio Cristiano El Águila—. Yo soy el testimonio.
—¡Amén! —responde la gente que está en el templo.
—Yo tenía antes un rey equivocado, un rey humano. Y el Señor me dijo: Yo soy tu rey. Mi vida cambió.
—¡Amén!
Es el mediodía del domingo 13 de abril, y Luis Antonio Córdoba —voz gutural, precisa—, de pie detrás del atril de acrílico y frente a los fieles, lee otra vez:
—Yo soy tu Dios. Los que te ataquen serán atacados, y los que te destruyan serán destruidos.
Hay algo extraño en sus sermones. A la gente le encantan. Y cuando hace referencia a sus días oscuros, la gente se calla y hay un silencio sepulcral.
Luis Antonio Córdoba fue subteniente primero, subjefe de Inteligencia después y teniente coronel de las Fuerzas de Defensa durante la dictadura militar de Manuel Antonio Noriega, desde el año 1983 a 1989. Asesinó, encubrió y pergeñó torturas. Arbitrario, cazaba a cualquiera que representara una amenaza contra todas las cosas en las que creía por entonces, con el mismo fervor con que hoy predica la fe en Dios. Ahora, desde la tarima del templo evangélico que fundó, un bloque gris de 20 metros por 10, paredes con parches de cemento, habla de su rey sin armas. Levanta los brazos, estruja las palmas, cierra los ojos:
—Padre, gracias por los frutos de tu espíritu. La palabra que nos das hoy corre en nuestra vida y en la de las personas que están alrededor nuestro.
—¡Amén!
En los años de Noriega, le decían “el inventor del miedo”. Para los amigos siempre fue “Papo”. Aquí lo llaman pastor.
*
—Cadete, las botas.
—Sí, señor.
—Están sucias, cadete.
—…
—Ahora me las va a pagar.
El cadete de 18 años supo que algo muy malo iba a pasar aquella tarde de 1967 en la Academia Militar de Nicaragua. Después del aviso de Luis Antonio Córdoba —“ahora me las vas a pagar”—, caminó hasta su litera y dejó caer los pantalones. El cuerpo enjuto, la mirada fija en las paredes de la cuadra Anastasio Somoza García, respiró, puso las manos en los barrotes de las camas y recibió los golpes que descargó aquel hombre cuatro años mayor que él, uno, dos, tres, con un palo de escoba.
—¿No sabe que tiene que limpiar las botas, cadete?
Cuatro, cinco, seis.
—¿Qué clase de militar anda con las botas sucias, cadete?
Siete, ocho, nueve que fueron 15, 20, tantos que el palo de escoba se partió sobre la piel rajada de las nalgas del nuevito, y sus botas se mancharon de sangre. La luz que se filtraba por la rendija abierta del techo rozaba el terror de los rostros de los cadetes que miraban. A ellos les caería también la inspección para controlar botones, botas, chamarras, uñas, barba, aseo. El código marcaba que los mayores custodiaban la pulcritud y el orden de los menores. El vejamen, prohibido por la institución, era una libertad que hombres como Papo creían poder tomarse.
Dos años antes, a los 20, en 1965, Luis Antonio Córdoba había aterrizado en Managua. Había viajado desde Panamá y el paso por migraciones había sido un trámite: mostró las cartas de admisión a la Academia Militar de Nicaragua, la institución fundada por Anastasio Somoza García, que por casi medio siglo mantendría una dictadura en su país. En el auto que lo trasladaba desde el aeropuerto, saltando baches, pensó que Managua no era tan distinta de la ciudad de Panamá. Capitales de dos países incrustados en el istmo central del continente, compartían un sol de mil incendios, días cortos, y la apariencia: el asfalto desaparecía entre las palmeras, las casas bajas eran de colores chillones y, más allá, estaban los cerros. No podía suponer que ahí se preparaba la guerrilla que tomaría la ciudad 14 años después, en 1979, tras derrotar al régimen de los Somoza. Cada tanto aparecía un carrito con hielo raspado y menjunjes de colores fluorescentes, como los que vendían en su ciudad. Pero al traspasar el imponente portón de la Academia Militar, fundada a imagen y semejanza de West Point con la ayuda del presidente Franklin Roosevelt, sintió que estaba a millones de kilómetros de casa.
Su casa estaba en la capital de Panamá, a pocas cuadras del mar, amontonada en un monoblock donde vivían 250 familias: habitáculos míseros por un alquiler mísero que no superaba los 30 dólares mensuales. Una pieza para el papá —Luis, empleado público— y la mamá —Abigaíl Morales de la Paz, enfermera—, un balcón, una cocina y una sala que a la noche era dormitorio improvisado para sus dos hermanas y para él. En el barrio Marañón la vida era cuesta arriba.
—Yo vivía en un cuarto donde estábamos uno encima del otro —decía Luis Antonio Córdoba en el sermón del domingo 16 de febrero de 2014—. No desayunaba y a veces me iba a la Zona del Canal a robar mango verde pa’ comerlo con sal.
En aquella época, Panamá era en los hechos un protectorado yanqui y la Zona del Canal le había dado a Estados Unidos la excusa para ejercer el manejo absoluto en un tercio del país. Fue así desde 1903, cuando Panamá dejó de ser una provincia de la Gran Colombia y logró independizarse para terminar lo que los franceses habían empezado a construir: el canal interoceánico, el único paso entre el Pacífico y el Atlántico. Estados Unidos quería promover la inversión para resucitar el fracaso de la compañía francesa, que había quebrado. En 1903, al declararse Panamá independiente, el presidente Roosevelt aplaudió el nacimiento del nuevo Estado a cambio del control y usufructo del canal por tiempo indefinido. En el primer tratado suscrito entre ambos países se decía: “Los Estados Unidos garantizan y mantendrán la independencia de la República de Panamá. La República de Panamá concede a los Estados Unidos a perpetuidad el uso, ocupación y control de una zona de tierra y de tierra cubierta por agua (…) las ciudades de Panamá y Colón y las bahías adyacentes”. Playas, selvas, aeródromos y puertos eran espacios vedados para los locales, espacios que el ejército gringo usó como base para entrenamiento militar o defensa. Panamá era una ciudad sitiada, con tanques y soldados del Comando Sur que bloqueaban el paso y que Papo tenía que esquivar para ir a buscar mangos.

La Exposición, el barrio de la ciudad de Panamá donde creció Papo Córdoba.
Los días de su infancia transcurrieron entre la primaria en la escuela República de Chile y el baldío en el que a veces se asomaba el muchacho poco dado a los deportes. En el barrio, el mar era el horizonte y no había edificios que se interpusieran. Lo que hoy es la cinta costera, 26 hectáreas de asfalto, entonces era una gran llanura de puro manglar.
—Era tranquilo, claro que por ahí saltaba y se enojaba… —cuenta un vecino del barrio de Marañón, la voz enredada en el ruido de los autos y el reguetón a todo dar.
Entre el aristocrático barrio de Obarrio y la snob avenida Balboa, la barriada donde creció Papo es como esas ciudades de frontera plagadas de prostíbulos, toldos y tiendas de compra-venta de oro: un caos sumido en un aire que rezuma puerto.
—Yo era vecino de él en el Renta 5 —dice Hilario Trujillo, compañero de andanzas de adulto y par de Papo en las Fuerzas de Defensa, en un bar del centro de la ciudad de Panamá—. Papo muy pocas veces jugaba con nosotros, en general se mantenía retraído porque la madre le decía que no jugara en la calle, lo sobreprotegía mucho y él se mantenía obediente.
Trujillo llama al mozo y pide café con leche y huevos revueltos. Pregunta si voy a invitar, porque se lo merece, dice, y sonríe arqueando aún más las cejas oscuras. Jefe de la Fuerza Área de la dictadura y compadre de Noriega, Trujillo se recicló, ya en democracia, como asesor del Consejo de Seguridad Nacional. Ahora, en el bar, enhebra historias sobre conspiraciones mundiales y cuentos solapados acerca de las fiestas y las amantes que frecuentaban con Papo, en sus tiempos de poder absoluto.
—Tú sabes cómo es, cuando uno tiene poder las mujeres se acercan, lo buscan, y con Papo teníamos poder. Como te decía, la mamá lo sobreprotegía. Imagínate, el único hijo varón, muy apegado a la madre y con sus hermanas muy protector. Y después murió el padre, por un enfisema pulmonar, así que peor. Pero con nosotros era callado, introvertido. Casi ni hablaba.
Un panameño como Papo nacía con tres alternativas: trabajar como un perro, sobrevivir o ir a una academia militar. Los que no eran como Papo, y podían pagar, iban a una Universidad paga, que elegían entre varias. Los que no, se anotaban en los cupos que el Gobierno garantizaba en universidades con las que tenía convenios. El puñado de becas para carreras como medicina, abogacía, economía, eran las más requeridas y siempre quedaban en manos de los hijos de la clase acomodada. Los otros, los que no tenían contactos para abrir la puerta de la preferencia, terminaban en, por ejemplo, alguna academia militar de otro país, porque en Panamá no había. El ejército panameño había quedado desarticulado por aquel tratado de 1903: EEUU traía los soldados, las armas, las estrategias de defensa. A Panamá le quedaba organizar la policía —la Guardia Nacional— que se formaba en instituciones de Latinoamérica, costeadas por el Gobierno. Así que los aspirantes a policía estudiaban para soldados, aunque luego ingresaran a la Guardia Nacional, nombre pretencioso para una institución dedicada a la vigilancia del barrio. ¿Quién iba a querer sacrificar cuatro años con un régimen militar para arrastrar borrachos, retar a algún revoltoso y vigilar las casas de los ricos en un Panamá sin Ejército? La pobreza marcaba un destino de resignación, más que de ilusiones.
Aunque la carrera no era prometedora, garantizaba estabilidad. Así que ese fue su rumbo, gracias a los lugares que el gobierno panameño garantizaba en El Salvador, México, Perú, Chile, Venezuela y Nicaragua. De Nicaragua, Chile y Perú salían los egresados más temibles. Papo fue a Nicaragua.
Aspirante a cadete, el primer año siguió las consignas como un autómata bien entrenado. Ni bien llegó a Managua, fue a cortarse el cabello. Se despojó sin chistar de la ropa de civil para cambiarla por los dos equipos militares que iba a usar los siguientes cuatro años, que serían una sucesión de uniformidades regladas: levantarse a las 4:45, ir a los baños para una ducha fría, hacer ejercicio y correr. A las 6 am formarse, en fila y firme, para entonar el himno. Desayuno, clases y almuerzo. Por la tarde, formación táctica, técnicas de estrategia militar, dominio de armas. Ejercicios y tres horas de estudio antes de ir a dormir para repetir, al día siguiente, toda la rutina.
—El primer año era tal cual el libro de Vargas Llosa —dice Gerardo García, ex militar panameño que entró a la Academia de Nicaragua después que Papo, y que emparenta las experiencias del ingreso con las que narra el escritor peruano en la novela ‘La ciudad y los perros’—. Si hacíamos algo mal venían los castigos, que eran físicos, exceso de ejercicios. Era parte de la formación, en donde tenías que aprender a guardar silencio y aguantar la crueldad para aprender a resistir y forjar el carácter.
Papo soportó los abdominales, las filas indias, las pechadas, el almuerzo en escuadra y la prepotencia de los mayores. Incorporó las jerarquías: los “nuevos” eran los recién ingresados, la cuarta clase. Después, los cadetes. Seguían los neutrales y, al fin, los que ostentaban el poder: los antiguos. Escuchó y acató la consigna tácita: aquí es duro, pero si quieres ser de este grupo especial, tienes que pagar el precio. Formen, prosigan, marchen. Prosigan, presenten armas, descansen armas. Abrazó la regla no escrita: lo que aquí se hace, se dice o se ve, aquí se queda. Aguantó la rigidez y descargó bronca en la almohada. Era el lenguaje que él impondría en las décadas siguientes: Sí, señor, no, señor.
—Identifíquese, nuevito.
—Sí, señor. El aspirante a cadete de cuarta clase Luis Antonio Córdoba presente, señor.
—¿Está seguro? ¿No es usted un infiltrado, nuevito?
—No, señor, no soy un infiltrado, señor. Soy el aspirante a cadete de cuarta clase Luis Antonio Córdoba, señor.
Entonces forme, nuevito. Límpiese, nuevito. Corra, nuevito. A la barraca: sapo, saltos de montaña, culucas. Medio segundo para ducharse. Limpie el baño, nuevito. Y así hasta olvidar la casa de Renta 5, el baldío, el mar.
Al finalizar el año, los antiguos ya no le despertaban odio sino gratitud: le enseñaron el significado del lema “Patria-Honor-Disciplina”. Le imprimieron la dureza necesaria. Empezó a inspeccionar a los nuevitos como una máquina ciega. Cadete fulano, tiene las uñas largas, ahora me las pagas. Y el cadete Fulano recibía golpes con el espadín. Mengano, con la barba larga, ahora me las pagas. Y Mengano resistía la descarga de la bayoneta. Las hebillas, Sultano, no le brillan, ahora me las pagas. Y Sultano soportaba los escobazos. Lo apodaron “Fray Escoba”, moreno como un fraile y con esa devoción por romper las escobas de tanto darle a los nuevos. El encargado de las reservas de la cuadra le suplicaba que dejara eso, que cada dos por tres se quedaban sin escobas de tanto que descargaba en los nuevitos. Algunos antiguos eran fieras por fuera pero se enternecían o reían de los nuevos. Papo no. Era una moneda con caras gemelas. Era, además, de una desfachatez exorbitante y haragán para el estudio.
—Las matemáticas no se le daban, ni ninguna de las clases. En la parte de práctica militar era mejor —cuenta Ricardo Mendoza, un compañero nicaragüense, soldado impecable y encargado de las provisiones de la escuadra, que renegaba por el asunto de las escobas rotas.
Las exageraciones con los nuevos trajeron problemas. El director de la Academia se enteró de la desmesura del trato. No era algo que las víctimas pudieran denunciar, porque el código de pares prohibía abrir la boca, hasta que uno de esos cadetes sufrió demasiado y habló. Entonces, el director intentó darle la baja a Córdoba. Los instructores le informaron, además, que Córdoba llegaba tarde a clase o con olor a alcohol. No se podía con ese muchacho, desbocado con los superiores y cruel con los subordinados. Pero el cónsul de la embajada panameña en Nicaragua intervino y evitó la expulsión. Y Papo se quedó. Siempre tuvo quien lo sacara del infierno.
Unos meses más tarde, voló a Panamá junto a sus compañeros para cursar el último
semestre de la Academia en la Escuela de las Américas, la institución que chupaba pregraduados militares y escupía dictadores. En Colón, la ciudad-puerto del Caribe conocida también por su Zona Franca, y en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, los mandos estadounidenses instruyeron a miles de soldados y policías latinoamericanos en técnicas antisubversivas, métodos de tortura y represión. Los cursos y entrenamientos incluían también técnica de contrainsurgencia, guerra psicológica y operaciones de comando, en los que soldaditos latinoamericanos o militares de más rango se alineaban con la causa norteamericana. Sus amigos nicas notaron a Papo más calmo en su propio país. Cuando iban a su casa de Marañón en los días libres, y veían lo amoroso que era con su madre, no podían creerlo. ¿Cómo ese muchacho dócil, que compartía habitación con la madre, era el mismo que reventaba palos en las nalgas?
—Mi madre, cuando nosotros estábamos pequeños y la abrazábamos, lloraba porque ella nunca recibió el amor de madre —decía Papo en el sermón del domingo 16 de febrero—. Mi abuela murió a los pocos días de dar a luz, entonces ella nunca sintió ese amor. Ella me dio a mí el amor de madre, pero le costó desarrollarlo.
—Creo que arrastraba algún trauma de la infancia —dice Jimmy Molina, un amigo suyo desde los tiempos de la Academia Militar, que todavía lo frecuenta—. Sospecho que habrá sido por la muerte del padre, que nunca conocí. Debe haber sufrido. A veces cuando eres mayor quieres sacar eso en la forma mala, queriendo botar todo.
El general Rubén Paredes, ex militar y primer superior de Papo, desparramado en la silla de un bar panameño, tragando un bollo, dice:
—La mayoría de nosotros, los de la Guardia Nacional, veníamos de hogares partidos. Yo crecí viendo como mi padre le pegaba a mi madre y nos abandonó. El cuadro de Papo era parecido. Eso causa traumas. Papo Córdoba tenía un concepto muy bajo de sí mismo.
Algunos amigos de la infancia dicen que algo atormentaba a Papo con la puntualidad de las olas que rompían en la orilla: el padre ausente, o la madre sobreprotectora. Otros dicen que no, que Papo era un chico tímido y callado, alguien de quien es imposible recordar alguna anécdota que merezca ser contada.
*
—A veces perder es ganar. Cuando Dios te mete una prueba es porque te va a elevar a una jerarquía más grande. Aun en las batallas más duras, siéntete gozoso porque tienes la paz de Dios en tu corazón —predica Luis Antonio Córdoba el miércoles 12 de febrero—. Tienes que pasar la prueba con paz, con paz, con paz.
Camina de costado hacia la derecha de la tarima, pisa fuerte, firme, quiebra las rodillas, la espalda erguida y la mano en el pecho de paloma.
—Paz, con paz, con paz.
Cada miércoles y cada domingo el pastor avanza por el pasillo entre la hilera de sillas de tapiz bermejo, micrófono en mano y canto grave. Con sus luces incandescentes, el Ministerio El Águila es como una sala de hospital. Está en un barrio de clase media a 20 minutos de la ciudad de Panamá y a unas cuadras de la casa coqueta en la que vive Córdoba. Afuera la brisa esparce el olor a pollo frito en una playa de estacionamiento bordeada de negocios. En el templo, el pastor sube a la tarima y entona las alabanzas. Cuando cesa la música, su voz se hace más potente.
—¡Nos sentimos gozosos de dar gloria al Padre! Dígale a su hermano: ¡bienvenido a la casa del Señor!
—¡Bienvenido a la casa del Señor! —repiten a coro.
—Ustedes ya lo saben, pero viene bien recordar Gálatas 5. Se puede vivir en paz y con
éxito en la derrota. Cuando confiamos en Dios, aun en la derrota hay paz. Si a usted lo echan de su trabajo, pero lo sabemos que aquí a nadie le va a pasar eso, aquí a todos le van a aumentar el sueldo.
—¡Amén!
—Aquí no hay derrota, sacamos la derrota de nuestras cabezas porque aun perdiendo no hay derrota.
—¡Amén!
Con pasos cortos camina por el borde del escenario, mira a los fieles.
—Dice la palabra: el hombre sabio conoce el mal y se aparta de él. ¿Por qué, si tú sabes que te hace mal salir todas las noches, meterte heroína y cocaína, darle al trago, lo haces? Yo a los 40 años dejé el trago. Cuando el Señor me diga que puedo volver a tomar, tengo que esperar 120 años más porque ya me lo tomé todo.
Ahora mueve las piernas flacas de soldadito de juguete y se acerca al atril. Calza los anteojos, inclina la cabeza, casi pegada a la camisa celeste, la cara redonda. Mira los apuntes y anuncia una cita: Salmo 85:10. Cada uno busca en sus propias biblias marcadas con flúor, flechas, inscripciones. El creyente que hoy me dio la bienvenida y me guió a esta silla, extiende la suya para que yo también pueda seguir la palabra. Abro y leo sus anotaciones entre las columnas: “Aparta el mal de ti”, “No ames al mundo”, “No practiques el pecado”.
—La mente dividida es inconstante y entonces te pones ansioso —explica el pastor y sus palabras reverberan como un susurro rotundo de padre y juez—. ¿Por qué te vas a afanar si Él te va a suplir? Echa la ansiedad sobre Cristo. ¿Me estoy explicando?
—¡Amén!
Los que lo escuchan lo ven como un par, un chombo como ellos que comió mango con sal para esquivar el hambre. Policías y ex policías, empleados, comerciantes, desempleados, amas de casa, jubilados, llegan prolijos, bien peinados a escucharlo y a hablar con él cuando termina la celebración.
Papo conoció a dios en la cárcel El Renacer un día en que, atormentado y tras dos años de encierro, abrió la Biblia y todo cambió. El 28 de julio de 1992, Papo había sido condenado a 20 años de prisión por el homicidio de un campesino, acribillado por un subalterno y por orden suya, en 1984. La sentencia la conoció en la cárcel, donde aguardaba las definiciones del proceso desde 1989. Al salir, en 2004, con libertad condicional, empezó a frecuentar el Palacio de la Vida Eterna, un templo evangélico en las afueras de la ciudad de Panamá. Por más de ocho años fue allí fiel, líder de célula y estudiante de los cursos, hasta que en 2012 fundó su propia iglesia en Brisas del Golf, donde este miércoles dice:
—Las preocupaciones a veces son más grandes que el problema. Cuando yo estaba en La Chorrera, mi hermana un día me cuenta toda preocupada que mi sobrino de noche no se podía dormir con la luz apagada porque tenía miedo. Le dije deja que yo lo voy a curar. Lo llevé a la comisaría y le dije: “ahí duerme usted, con todos”. “Bueno”, me dijo. A las 7 lo mandé a apagar todas las luces. Se le quitó el miedo que tenía. Le saqué el miedo.
Papo había llegado a La Chorrera en 1970. Allí le quitó el terror a su sobrino y allí conoció al “man” de Panamá: Manuel Antonio Noriega.
*
No se sabe qué le pasó a Papo cuando llegó La Chorrera, distrito cercano a la ciudad de Panamá y primer destino al que fue designado en 1970 como subteniente, después de salir de la Academia en Nicaragua. Lo que se sabe es que tenía una familia formada por su esposa, Gioconda Haydee Herrera, y su hija Yuseth, y que pronto llegaría otra, Alexandra. También que allí inauguró una tendencia compulsiva al exceso y una cadena de penalidades por alcoholismo y desobediencia que exasperaba a los jefes.
No cumplía los turnos ni las órdenes y, si las acataba, las ejecutaba mal. Violaba el código disciplinario y varios superiores redactaron informes que señalaban su actitud altanera. Gozaba de la gracia de un superior piadoso, Arturo Marquínez, que intentaba escarmentarlo marcando sus infracciones en el expediente militar, dándole hasta 30 días de arresto, pero no la baja. Nadie está seguro de por qué Papo era así. Tal vez por el aburrimiento de las tardes con la única tarea de vigilar la tranquilidad del pago, arrestar algún que otro borracho, mediar entre vecinos problemáticos. Después de tanto entrenamiento militar, venir a hacer las veces de guardián del orden público parecía frustrante. A los dos años, finalmente, llegó la promesa de emoción, el día de 1972 en que conoció a Manuel Antonio Noriega, el jefe de contraespionaje de Omar Torrijos. Vio la cara morena picada de viruela y entendió el mote de “Cara de Piña” con que el humor popular lo había apodado. Lo sintió como un par por el pelo negro y rizado, el origen y las maneras. Hábil en tácticas de espía y especialista en guerra psicológica, Noriega veía y escuchaba hasta el vuelo de las moscas con el aparato de inteligencia y contrainteligencia del Estado, el G-2, que él comandaba.
Omar Torrijos era uno de los oficiales que habían pergeñado el golpe contra Arnulfo Arias Madrid, el presidente excéntrico, admirador de Hitler y con amplia acogida en el país, en 1968. Apuesto, carismático y bebedor de tiempo completo, Torrijos se convirtió en el jefe de Panamá y recorrió el mundo para universalizar la causa que conquistó su dictadura: que el canal volviera a ser de Panamá tras 74 años de dominio yanqui. En ese tiempo soltó la frase que resume esa relación con Estados Unidos: “Yo no quiero entrar en la historia, quiero entrar en el canal”.

Tiempos de dictadura. Omar Torrijos con Manuel Antonio Noriega.
Papo lo admiraba. No existía en la Guardia Nacional nadie con amor por la bandera que no quisiera a Torrijos, el hombre que reivindicaba a los de su clase y venía a terminar con un siglo de dominio gringo. Torrijos detestaba los actos oficiales y se sentía feliz entre campesinos, maestros y chicas guapas. Fascinó a Gabriel García Márquez, a Graham Green y al presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, con quien en 1977 firmó el histórico pacto por el cual el canal volvería a ser del país 20 años después.
En la formidable colección de dictaduras militares que ensombreció a América Latina en los 70, la de Panamá fue una caricatura. Lo que la distingue es el hervidero de espías, angurrientos y delincuentes internacionales en que se convirtió. Era el lugar más rentable del mundo y muchos querían una tajada de ese paraíso fiscal con ubicación estratégica.
Papo, desde La Chorrera, veía de lejos esos entretenimientos. Hasta que coincidió con Manuel Antonio Noriega en una actividad oficial, conversaron, y empezó la complicidad. Papo era un desastre en su comportamiento y sus antecedentes cuando, en 1974, Noriega lo llamó a trabajar con él en el G-2 y lo convirtió en niño mimado. Por qué Noriega eligió a Papo, es otro misterio. Algunos lo explican con la apelación a la psicología: el “Man” elegía al círculo íntimo más por lealtad y arrojo que por talento.
El ex militar Gerardo García dice que Noriega “agarraba descarrilados para ponerlos en su propio carril”. Mario Rognoni, amigo de Noriega y referente del Partido Revolucionario Democrático (PRD), que fundó Omar Torrijos como pata política de la dictadura, lo explicó así una mañana de 2014, detrás del escritorio de su estudio jurídico, rodeado de fotografías de Torrijos, Noriega, Mireya Moscoso y otros ex presidentes
—El general era de la escuela de Torrijos. Y mira para que entiendas cómo era Torrijos. Él llegó un día a la cárcel de la ciudad de David y había un muchacho de 17 años preso. El tipo pregunta por qué tienen a ese chiquito ahí. “Mató al papá”, le contestaron. Omar se puso a hablar con él: “Oye, ¿por qué tú estás aquí?”. “Porque maté a mí papá”. “¿Y por qué tú hiciste eso?”. “Porque le pegó a mi mamá”. Torrijos salió y ordenó: “Sácalo, ponle uniforme y que se quede en mi escolta”.
Rognoni, que además de ser amigo de Noriega era amigo de Torrijos, le preguntó por qué había hecho eso: “Mario, este tipo tiene la capacidad de matar, pero por razones válidas — explicó Torrijos—. Y es un tipo valiente, echao palante. Yo sé que si el día de mañana alguien me quiere matar, él lo mata”.
—Noriega también elegía asesinos —dijo Mario Rognoni—. Asesinos leales, eso sí.
Noriega sabía lo que quería y sabía que para tenerlo necesitaba gente como Papo. Construyó un círculo uniendo puntos con personajes como Nivaldo Madriñán, un hombre con infancia traumática que experimentaba el goce absoluto con el sufrimiento de las víctimas que sometía a sus torturas. Un confidente y guardaespaldas como Luis del Cid, que cumplía mandados con diligencia: desde intermediar con la guerrilla colombiana M-19 hasta subir al avión las armas que despacharían a escondidas a El Salvador. O Edward Fitz Gibson, con un alias que lo pinta: Capitán Sangre. También se cercioró de acercar a los que acrecentarían su fortuna: empresarios, testaferros y banqueros. O simples asesinos como Julio César Miranda y Francisco González Bonilla. Y, claro, un perro de caza como Papo.
—Papo era uno de los favoritos de Noriega y hasta sus jefes le tenían temor —dice en el bar el general Rubén Darío Paredes, líder militar del país que terminó enfrentado a Noriega—. Era el modelo del poder ilimitado: levantaba un dedo y todos obedecían. Había que tener cuidado con él porque podía hacerte un gran daño.
Noriega iba a ascender y Papo iba a ascender con él. Al fin podría imponer las reglas.
*
Hay una serie de lugares comunes en las celebraciones evangélicas, con momentos fuertes y pautas marcadas: se alzan las manos para alabar, se cierran los ojos para meditar. La gente se pone de pie cuando el pastor indica “de pie”, y cada vez que marca el punto de una frase gritan “amén”. Amén es, de hecho, lo único que dicen los fieles para aceptar con un “así sea” lo que predica el pastor.
—Una necesidad del ser humano es el perdón. A veces nos ponemos máscaras, como la droga, la intolerancia, los vicios y la violencia, porque no nos perdonamos a nosotros mismos. ¿Me estoy haciendo entender?
—Amén.
—Pero para eso vino el Señor, ese es el propósito del Mesías: sanar.
—¡Amén!
—¿Ustedes me entendieron? Porque si no me entendieron, que el espíritu se los revele.
—¡Amén!
Es domingo 12 de febrero, el aire manso de la mañana se siente también en el Ministerio El Águila. El pastor eligió un traje marrón y una corbata que ahora acomoda, un poco más oscura que el verde de la camisa. La mano en la cintura, la izquierda sosteniendo el micrófono, elabora teorías sobre la homosexualidad —“¿Vieron que hay artistas que aceptan hacer papeles de homosexuales? Lo aceptan porque tienen esa enfermedad”—, doctrina política —“El nacionalismo nació en el cielo”— y el origen de la locura —“¿Por qué se volvió loco tal? Nunca le dijeron que en su familia había un montón de locos. Busca el árbol genealógico y te vas a dar cuenta de dónde viene”—. En las estructuras militares también se convive con ritos y prejuicios. Hay jerarquías hasta en los turnos de conversación: cuando un subordinado está frente a un superior, sólo puede decir “sí, señor” y “no, señor”, y eso siempre que se le dirija la palabra. Exponente de dos organizaciones asimilables, la militar y la religiosa, Papo dijo, en la única entrevista que concedió cuando salió de la cárcel: “Me di cuenta que estaba en el ejército equivocado. Ahora soy soldado de Dios”.
En 2012 fundó en Brisas del Golf este batallón de discípulos, junto a su mujer, la pastora que guió su conversión en la cárcel, y que hoy guía actividades, agenda, vida. Su esposa, la pastora María de Córdoba, pasea con gracia el cuerpo rotundo sobre tacones. Digna de esa coquetería del eterno concurso de reinas que es Panamá, sonríe, suma fieles y aleja periodistas con diligencia samaritana. Es de hablar y andar suaves. Los ojos achinados, la cara ancha, la piel nívea sobre los pómulos salientes que solían contrastar con el pelo oscuro que hoy usa dos tonos más claro. Mira igual que toca, camina, interviene: con prudencia. Conoció a Papo —dicen— cuando lo trasladaron a la provincia de Chiriquí, junto a su mujer anterior y sus dos hijas, y no lo soltó más. La relación se afianzó en la cárcel, donde ella fue la herramienta de la transformación, y se convirtió en el sostén de la vida tranquila de hoy.
—Yo la veo a la pastora y siempre está igual, siempre está bien. ¿Por qué? Porque tiene paz.
Este domingo, cuando acaba el sermón, él y la pastora se mezclan entre los fieles en la puerta, pero no prueban ni un bocado del convite que prepararon. Es la una de la tarde, y las mujeres de la iglesia acomodaron una mesa con pollo frito, bocadillos y arroz. Pero Papo y su mujer no prueban nada. Mientras conversan y saludan, parecen una pareja acicalada, cortés, con una calidez de paso, como la de un vecino en la fila de un supermercado. Una frugalidad que desconcierta en medio del griterío y la exaltación que caracterizan a las personas en el trópico.
Desconfían de los periodistas: “Siempre vienen y están queriendo sacar cosas y preguntar cosas”, dijo María cuando le pedí una entrevista. Desconfían de la justicia: “A una por ahí se le perdió un chivo en el monte: venga, Córdoba, pa’ dentro”, dijo Papo en una celebración. Desconfían de algunos de los fieles: “¿Ustedes son líderes? ¿Ustedes quieren ser líderes y no dan ejemplo?”, les dijo Córdoba a los cabecillas de cédula en una reunión.
De María y de Papo, en el templo, se sabe lo que ellos quieren que se sepa: que en la cárcel María lo visitó con insistencia de evangelizadora. Le leyó la Biblia, le habló de Dios, del perdón, de dejar entrar la luz. Nadie, entre sus fieles, sospecha que se conocieron en los tiempos densos de las Fuerzas de Defensa, cuando él tenía otra esposa y una casa que compartía con dos hijas en Chiriquí. De ese pasado nadie habla jamás.
*
En 1981, Omar Torrijos murió en un dudoso accidente aéreo y Manuel Antonio Noriega estaba listo para reemplazarlo. El 9 de noviembre del año siguiente, nueves meses antes de que Noriega asumiera el gobierno de facto, Papo aterrizó en Darién con su familia para hacerse cargo de la seguridad de esa provincia que linda con Colombia. En esa selva impenetrable que interrumpió la construcción de la ruta Panamericana, Papo mandaba a 170 militares y lo hacía como se le antojaba. En esos años se convirtió en “el inventor del miedo”.
A esa altura, con Noriega se llamaban “compadre”. En cada franco, Papo corría a Panamá para verlo y salir de juerga a la discoteca Open House. Un viaje imposible, si no hubiese contado con las avionetas de la Fuerza Aérea Panameña. Hoy hay una autopista que permite atravesar parte del Darién en carro o bus, pero entonces el trayecto era una odisea sólo posible por aire o por mar. Así que él volaba para encontrarse con el jefe, tomar unos whiskies y conversar de compadre a compadre.
Noriega no paraba de escalar en las estructuras de la Guardia Nacional y lograba imponerse sobre otros generales que querían ocupar el vacío de Torrijos. Acababa de recibir un golpe de suerte con el nombramiento de su viejo amigo William Casey como director de la CIA. Casey conocía al “Man” de los tiempos de la Academia Militar en Perú, cuando él era el agregado de inteligencia de la embajada norteamericana, y volvió a Noriega un imprescindible de las agencias de seguridad estadounidenses. Ahora que los gringos pretendían sostener la dictadura salvadoreña y desestabilizar a los sandinistas en Nicaragua, la alianza con Noriega en Panamá iba a ser fundamental.

Papo Córdoba a la derecha de Manuel Antonio Noriega en un acto de las FFDD.
En el cuartel de La Palma, la capital de Darién, Papo juntaba botellas de Old Parr. Arrancaba temprano, cerraba la oficina y avisaba: “Hasta que no se acabe el trago, de acá no sale nadie”. Y no salía nadie. “Era un sanguinario”, dijo un ex militar, destinado al Darién en los tiempos de Papo, al periódico La Prensa en una nota publicada el 22 de junio de 2008. Cuando no estaba borracho o gritando o amenazando, pensaba qué más podía hacer para ser parte de la horda que dominaría el país con la mano firme de Noriega. Crió mañas que lo acompañarían el resto de la carrera. Si alguien lo contradecía o decía algo que no le gustaba, mandaba a encerrarlo en un calabozo. Detuvo a alcaldes y políticos que cuestionaban su mando. Si algo lo ponía nervioso o muy contento, empuñaba el arma y descargaba tiros al techo. Los cadetes se le acercaban con cuidado: podía reaccionar de golpe, impredecible y salvajemente. Dominaba a punta de espanto el territorio donde la naturaleza se imponía.
En marzo de 1983 había cuatro indocumentados en un calabozo del cuartel de La Palma. Uno de ellos, colombiano, ya había estado ahí un tiempo antes, cuando la policía lo había capturado cruzando desde su país cosas de contrabando: ropa, zapatos, chucherías. A Papo esa gente que abunda en territorio de frontera (los buscas, los que trabajan en changas un rato en cada lado) le ponía los pelos de punta.
—La próxima vez que te traigan aquí, será la última —le había avisado al colombiano.
El hombre no le hizo caso, siguió con lo suyo y lo detuvieron. Ese día de marzo de 1983, a las 7 de la mañana, el hombre tomó café con pan de desayuno. Una hora después, un grupo de militares de la Primera Compañía del 4to Batallón Cémaco le ordenó, a él y a los otros tres que lo acompañaban, que fueran al helicóptero que esperaba en el patio. Papo trepó con ellos y el helicóptero enfiló hacia el océano Pacífico.
Sobrevolaron los cerros con el azul del mar de frente. Allí Papo dio la orden. Un empujón, un grito y cayó el peruano. Retomaron hacia el continente con rumbo al río Turquesa. Otra orden, otro empujón, y cayeron dos, al mismo tiempo. Cuando quedaba sólo el colombiano, la orden fue aterrizar. Le vendaron los ojos, le ataron las manos y el colombiano caminó. El grupo levantó los fusiles. El primer disparo fue de Papo. Después, una ráfaga de balas. Lo enterraron ahí mismo.
Hay una versión aún más macabra que contó Rodrigo Miranda, vecino de La Palma, al periodista panameño Guillermo Sánchez Bordón: “El helicóptero lo condujo a un lugar solitario, lo bajaron y Papo Córdoba lo decapitó con sus propias manos. Luego remontó de nuevo el vuelo, y cuando estaba tan lejos que no se veía la tierra firme, el siniestro comandante lo arrojó al mar, primero el cuerpo y luego la cabeza”. Los relatos coinciden en algo: Papo usó su poder para asesinar porque sí.
“Tiró un pocotón de gente. A los presos revoltosos los montaba en el helicóptero y los echaba por allá”, contó un ex integrante del G-2 a La Prensa, en una investigación publicada 25 años después de los vuelos, el 22 de junio de 2008. “Prepárame cinco para el jueves”, dijo que ordenaba Papo, y una veintena de personas, varios extranjeros, subían a los helicópteros y las avionetas y terminaban en el mar o en la selva del tapón de Darién. Con eso se entretenía Papo en ese páramo donde hasta los zancudos son silenciosos.
En la misma investigación de La Prensa, hablan otros ex militares que se sometieron a las órdenes del olímpico encargado de la provincia. “Quería demostrarle su valor a Noriega, por eso pienso que hacía eso”, dijo uno al que el periódico le asignó el alias de Benito González. En la misma investigación se lee: “Tres de los cinco militares retirados que lo reconocieron dicen que era sólo diversión. Que no había ningún motivo político para arrojar gente desde los helicópteros, o llenarles el cuerpo de balas. Que era sólo diversión. O el hartazgo de tener al cuartel de La Palma lleno de extranjeros indocumentados. O no era nada: nada en el sentido de tener un sentido. Se elegían al azar”.
Cada asesino fabrica su propia excusa para matar. A Papo le daba la gana.
*
—A ver quiénes son pastores aquí, quiénes dicen guiar ovejas. Que ya me dijeron que no se anotó nadie en el encuentro de Semana Santa. A ver si son lo que dicen.
La celebración del miércoles 2 de abril termina en tiempo récord. En 20 minutos, el pastor pasa de retar a adoctrinar y luego a advertir:
—Ya saben, quiero ver los inscritos.
Aunque no mueve ni un músculo, los ojos parecen a punto de estallar. Brama porque los apuntados para un retiro de Semana Santa en la finca que compró para este tipo de convivencias, en Chame, una playa a media hora de la ciudad, son pocos. Los fieles ni pestañean.
Diez días después, el 13 de abril, Domingo de Ramos, el ánimo del apóstol mejora.
—¿Cuántos creen en el Espíritu Santo? —pregunta al entrar al Ministerio, mientras sube al escenario y ve a una de las fieles temblar como posesa—. ¡El poder es del Espíritu!
Una mujer cierra fuerte los ojos, llora, el pantalón negro ajusta las piernas fornidas. Dos ayudantes saben qué hacer: la bordean con los brazos, como si fuera una ronda de niños, y cuando se desvanece la acuestan con suavidad sobre las baldosas. Alguien acerca una manta y la cubre.
A veces la gente entra en ese trance en el Ministerio Cristiano El Águila. Como es Domingo de Ramos, las dos hijas del pastor vinieron engalanadas. Los hijos de Alexandra corren y gritan ¡amén! Ella se sienta en primera fila, junto a la pastora María. Yuseth, la hija más grande, manipula el proyector, la música, y cuando no se ocupa de eso se queda en algún sitio discreto, al fondo. Hoy colocó una pantalla junto al escenario, donde aparecen carteles en colores con letras de las canciones y las lecturas que el pastor guiará hasta la una de la tarde. Lucas 19:28: La entrada triunfal en Jerusalén. Se suceden versículos hasta el 39: “Entonces algunos de los fariseos le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Él, respondiendo, les dijo: Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían”.
—Si callas, clamarán las piedras —dice Papo—. Lo que callas, las piedras clamarán.
Es un pastor especializado en inteligencia: no dice nada que no quiera decir. Usa, para evangelizar, facebook y youtube. Sube videos con mensajes para los fieles, y allí se lo ve junto a su esposa, en un sofá de la casa —amarillo, brillante—, entre paredes inmaculadas, con el abdomen que sobresale y marca pliegues tirantes en la camisa verde claro, los botones en lucha por mantenerse en el ojal. A un lado hay una enorme ventana con cortinas de voile. “Estamos trabajando de corazón para buscar esas almas que están perdidas”, dice. Otro video muestra su consagración en Hosanna, uno de los templos evangélicos más grandes de Panamá. Brazos arriba, Papo llora sin lágrimas con la vista en el suelo mientras un pastor recita: “No te detengas por la incomprensión. Sé y el Señor sabe que has pasado por mucho rechazo, y que algunos dirán ‘míralo ahora entre los evangélicos, míralo de santito’. La sangre de Jesucristo te ha hecho un nuevo hombre”. La frente de Papo es una arruga, los labios apretados. Respira con agitación, la cabeza en vaivén, y ni una vez abre los ojos en los 15 minutos del discurso del pastor que dice: “Yo era resentido contra las Fuerzas de Defensa. Pero yo quiero decirte, mi hermano, primera vez que te veo pero te amo con todo el amor del Señor”. Se abrazan hondo. “En nombre de todos los que como yo pensamos que hubo injusticias y todas esas cosas, decir la sangre de Jesucristo todo lo lava, todo lo cubre. Dios trajo este hombre aquí para darnos una lección profética”. El renacer es dogma para los evangélicos. No importa quién hayas sido, importa en quién te convirtió el Señor. Por eso, a los fieles no les interesa si Papo mató, torturó o mintió.
—La Biblia es clara. Si está pegando mentira, después tiene que arreglarse con Dios. Nosotros damos testimonios y decimos: yo soy — yo era. Quién eras antes, no importa, importa lo que eres a partir de que estás con Dios —dice Rigoberto, un evangélico, en el patio de su casa, a pocas cuadras de donde creció Papo en Marañón.
—A él le inventaron todo eso de las muertes. Si ni siquiera lo pudieron comprobar —dice José, que asiste al templo, tiene 68 años, vive de changas como pintor y albañil y tiene en común con Papo un pasado de alcohol—. El pastor es recto, va recto y le gusta que todo marche recto. Es así: le gusta que las cosas sean como él dice. Si no, te elimina, te saca del rol. A él no le gusta que alguien esté tomando, que no haga lo que se le encargó, que ande atrás de una mujer casada de la iglesia. Otros se siguen poniendo droga. Otros que salen de la iglesia y se prenden un cigarrillo.
—¿Fumar es pecado?
—Claro que es pecado. Y te hace daño.
En el canal de youtube apostolluiscordoba12, Córdoba se promociona así: “Desde lo mas profundo de la cárcel en la penitenciaria El Renacer, el coronel Papo Córdoba recibe la revelación de servir a Jesucristo, hoy apóstol internacional de Jesucristo, junto con su esposa la pastora María de Córdoba le sirven al Señor día y noche”. A lo más profundo de la cárcel llegó por haber ordenado el homicidio de aquel campesino, de apellido Amaya. Pero enfrentó 14 acusaciones y lo absolvieron en 13.
La más llamativa fue la del asesinato de Hugo Spadafora.
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La palabra “inocente” demudó el rostro de Papo cuando escuchó el fallo del tribunal de conciencia en 1993. Desvanecido, estiró el brazo sobre la mesa para sostenerse.
—Ni él lo podía creer —dice Carmenza, la hermana de Hugo Spadafora, en el living de su casa, mientras despliega los 18 tomos del expediente.
Papo casi se desmaya en el final del juicio por la decapitación del hombre que se había convertido en leyenda: un médico apuesto, culto y revolucionario, que enfrentó a Noriega y al que le decían el Che Panameño. ¿Cómo iba a imaginar que iba a quedar absuelto, después de todos esos testimonios señalándolo como culpable: el que había dado la orden, el que había dejado la cabeza del hermano de Carmenza en el limbo de la desaparición?
Diez años antes de esa sentencia, en diciembre de 1983, Papo había llegado a la Quinta Zona Militar, en Chiriquí, cuando Noriega se hizo con el control absoluto y repartió a sus hombres en puestos claves del gobierno, los aeropuertos, las instituciones financieras, las embajadas y las Fuerzas de Defensa, el nombre que adquirió el ejército panameño desde que Noriega asumió el poder. Después de haber pasado un año en el cuartel de La Palma, en Darién, Chiriquí era un logro para la carrera militar de Córdoba. A 420 kilómetros de la ciudad de Panamá, en el límite con Costa Rica, era la provincia donde los sindicatos medían fuerza con la patronal en la gigante bananera United Fruit, y el asiento de la compañía militar Diablos Rojos, la más fuerte de las Fuerzas de Defensa. Un bastión propio que aumentaba su poder.
Allí ocurrió el peor crimen que conoció Panamá en el siglo XX: la decapitación de aquel médico carismático, que precipitó la caída de Noriega.
El viernes 13 de septiembre de 1985, Hugo Spadafora se levantó a las 6 de la mañana para hacer sus prácticas de yoga. Salió de la ducha, desayunó, acomodó en el maletín los informes sobre el tráfico de drogas entre los contras y Noriega y se despidió de Ariadne, la mujer con la que pensaba reencontrarse más tarde en Panamá. Vivía en Costa Rica y de ahí viajaba a los sitios de combate en Nicaragua para pelear, junto a Edén Pastora, contra los sandinistas que gobernaban desde 1979, pero ahora quería mostrar en su país las pruebas que había tardado tiempo en recolectar. Iba tranquilo con su plan: en la frontera tomaría un bus hasta David, la capital de Chiriquí, y de allí otro a la capital. Nada para preocuparse.
El taxista que lo condujo no creía lo que veía. ¿En serio viajaría a Panamá solo, sin guardia ni recaudo? ¿Él, que alimentaba el enojo de la dictadura de Noriega con denuncias de narcotráfico, venta ilegal de armas, negociados con los contratos públicos? Además, los narcos debían haberlo marcado también, puesto que Spadafora sostenía que el Cártel de Medellín operaba en el istmo gracias a una alianza con Noriega. ¿No le daba miedo? Conocía las torturas a las que había sido sometido su amigo y colega Mauro Zúñiga, cuando llevó a Chiriquí su causa contra la dictadura. A Zúñiga lo habían sacado con dos revólveres en la frente del restaurante donde almorzaba con otros compañeros, lo habían metido en un auto, le habían fracturado cuatro costillas y le habían cortado las orejas.
—Quedé muy grave, internado en un hospital de David gracias a un llamado que hizo que Córdoba desistiera de matarme —dice ahora Mauro Zúñiga que, con la mano, se acaricia el lóbulo de la oreja derecha ya reconstruido, y repasa lo que sucedió: amenazas, culatazos, simulacros de fusilamiento, mazazos en la cara—. Mis compañeros médicos de Panamá estaban avisados de mi secuestro y empezaron a movilizarse. Alguien habló con un miembro de la oficialidad a cargo de una provincia vecina a Chiriquí, que llamó a Papo y le dijo que si me liquidaban, él lo iba a acusar. Así que me dejaron tirado en una cuneta en el límite entre las provincias de Veraguas y Chiriquí.
En este páramo donde hay pereza hasta para matar, las torturas, persecuciones y asesinatos eran cosa cotidiana. Pero Spadafora tenía 46 años y cuatro revoluciones a cuestas contra regímenes como el de los Somoza en Nicaragua. Y no sabía que unos días antes el jefe de la zona de Chiriquí había recibido un llamado.
—¿Qué pasó, Piyuyo? —preguntó Papo.
—Hugo Spadafora está viajando a Panamá. Llega el 12 o el 13.
—¿Estas seguro? —dijo Papo.
Papo Córdoba hablaba con el agregado militar de la embajada de Panamá en San José, el mayor Agustín “Piyuyo” De Gracia. Para ese viernes 13 de septiembre, Papo ya era un mito del mal. Por entonces regenteaba un aparato paramilitar, el F-8, que se había formado siguiendo el modelo de los escuadrones de la muerte en Centroamérica. Concebido por Noriega y sus hombres en mayo de 1984 para ejercer control polítco y terror social, en Chiriquí y bajo el mando de Córdoba el F-8 solía dejar la marca de su paso: a Mauro Zúñiga le dibujaron las siglas en la piel con un cuchillo. “Córdoba no solo le hizo daño a los civiles, también persiguió a militares que estaban contra de Noriega y decía que eran traidores”, dijo José Abdiel De Gracia, ordenanza y hombre de confianza de Papo en Chiriquí, durante el juicio por el asesinato de Spadafora.
Ya había mandado a asesinar al campesino Edwin Heredio Amaya. Desapareció el 18 de mayo de 1984 con 34 años, Amaya era soltero, y había llegado el 17 de mayo a Breñón, un poblado agrícola de Chiriquí, para dedicarse a tareas de labranza. Al amanecer del día siguiente, ya estaba en los sembrados del nuevo patrón. Había tomado un descanso para comer cuando la guardia entró al comedor de la finca, lo esposó y se lo llevó. El juicio que más tarde se le siguió a Papo recopiló detalles cruciales: los militares llevaron a Amaya al cuartel y lo interrogaron durante un día. A la mañana siguiente, lo subieron a un auto camuflado y lo sometieron a torturas hasta que, en otra localidad, lo asesinaron. El detalle del martirio nunca pudo saberse: el cuerpo de Amaya no apareció jamás. Córdoba armó un operativo para justificar el crimen, y corrió la voz de que Amaya era un comunista militante del frente sur de Nicaragua, una mentira que el juicio desmanteló. “Edwin ‘El Santeño’ Amaya. Sin militancia política conocida”, se lee en la página 138 del informe de la Comisión de la Verdad de Panamá, publicado en 2002.
Más de un año más tarde, el 14 de septiembre de 1985, cuando los oficiales fueron a avisarle a Papo que Hugo Spadafora estaba muerto en una bolsa de correos de Estados Unidos, lo encontraron bebiendo. El abrió otra botella de Old Parr y pidió que le contaran los detalles.
Spadafora había almorzado conejo guisado con arroz en un parador de esos que quitan el hambre a las apuradas en las fronteras. A las 12 había tomado un bus en Paso Canoa con destino a David, tan inmerso en lo suyo que ni registró al hombre de anteojos oscuros que lo seguía. El sol era una furia que resplandecía en los cerros, las quebradas y avivaba el ahogo en ese Toyota Coaster verde que frenó en Jacú, el primero de varios puntos de cateo puestos por las Fuerzas de Defensa. Ocho millas más adelante, un control más. “Ven conmigo”, obligó el hombre de anteojos oscuros, Francisco Eliécer González, en el tercer control entre Costa Rica y Panamá. Era uno de los miembros de las Fuerzas de Defensa que ni respiraban si no era por orden de Papo, y tenía un carácter tan violento que lo llamaban “Bruce Lee”. Spadafora se puso de pie, metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la cédula, que mostró al chofer del bus: “Para que usted sepa quien soy. Soy Hugo Spadafora”. Las puertas del bus estaban abiertas y Bruce Lee pasó con el maletín donde estaba el diario de Hugo, seguido por él.
En la ciudad de La Concepción lo golpearon. Lo llevaron en un vehículo militar de un lugar a otro. Frenaron en playas, en aldeas, le clavaron cuchillos y astillas de bambú debajo de las uñas, le cortaron los músculos del muslo para dejarlo débil y desangrarlo. Le descargaron culetazos en los riñones y lo sodomizaron. Le golpearon la espalda, los testículos, las costillas y, finalmente, le arrancaron la cabeza con un cuchillo de carnicero en un pueblo que sólo recuerdan los que nacieron allí: Corozo.
El columnista de La Prensa Guillermo Sánchez Borbón publicó el domingo 15 de septiembre de 1985 que Spadafora había desaparecido y que eso sólo podía deberse a Noriega. Ni bien lo leyó, el general Roberto Díaz Herrera llamó a Papo desde la capital: “¿Qué hicieron con Spadafora? ¡Usted lo mató!”. Papo le respondió a su superior que no, que él no sabía nada, que se acababa de enterar por los medios costarricenses de que el cuerpo había aparecido en Costa Rica, cerca de la frontera, que él nada que ver. Cortó, alterado. Al rato, el general Roberto Díaz Herrera recibió una llamada desde París: “Oye, Roberto, ¿qué te pasa? ¿Por qué atormentas a Papo?”. Era Noriega.
—Yo estaba encargado de la Comandancia en ausencia de Noriega —cuenta ahora Roberto Díaz Herrera en un restaurante gourmet de Costa del Este, un barrio nuevo y presumido de Panamá—. Luego trato de averiguar más, sigo presionando, sobre todo a Córdoba, que no era de jugar limpio. Lo cito a Panamá, me pone excusas, y realmente evade la responsabilidad de asistir.
Díaz Herrera recapitula la historia con calma, un té de hierbas en una mano y, en la otra, un poema que improvisó sobre la resurrección de Jesús y quiere mostrar. Delgado y prolijo, con inclinación al esoterismo y la megalomanía, habla de escritores, intelectuales y referentes de la cultura que conoció en sus tiempos mozos, ese universo al que siempre le hubiera gustado pertenecer. Los ojos verdes perdidos, deduce el motivo por el cual Córdoba no le hizo el menor caso:
—Ha sido uno de los mayores favoritos Noriega, de modo que contaba con su protección.
Noriega viajaba seguido. Europa, Estados Unidos, Israel. Una semana antes del día en que mataron a Spadafora había partido a Perú y de ahí a París, desde donde se comunicaba con un sistema que incluía un canal por satélite abierto. En una lujosa habitación de hotel, Noriega recibió la noticia del armado de una comisión especial que iba a investigar el crimen de Spadafora: Nicolás Ardito Barletta la había autorizado desde Estados Unidos, ante la presión pública para aclarar la muerte. Barletta era presidente de Panamá desde 1984, cuando Noriega lo impulsó a ocupar un cargo que era simbólico y al que llegó por fraude electoral. Hasta 1985 había sido obediente al “Man”, pero el caso Spadafora le costaría el cargo: Noriega lo obligó a renunciar. Diez días después, Noriega voló a Nueva York, donde vio a su asesor de confianza, el ingeniero civil José Blandón. El ingeniero panameño Luis Murillo reproduce ese encuentro en el libro The Noriega Mess, que publicó en 1995:
—General, ¿quién mató a Spadafora? —preguntó Blandón.
—Yo no lo hice, lo hizo el mayor Papo Córdoba —contestó Noriega.
Pero antes de que todo eso hubiera sucedido, aquel sábado 14 de septiembre, cuando supo que el cuerpo sin cabeza del revolucionario estaba en una bolsa de correos, Papo Córdoba siguió en lo suyo y en el cuartel, entre tragos y mujeres, apuró la operación para tapar el crimen. Mandó a buscar el cadáver y tirarlo en un río de Costa Rica, para culpar a los sandinistas.

Papo Córdoba durante el juicio por el asesinato de Hugo Spadafora.
Cuando el agente de las Fuerzas de Defensa Demetrio Rodríguez Gutiérrez vio el cuerpo de Spadafora, le pareció evidente que lo habían torturado: “Mi participación fue, siguiendo instrucciones del mayor Luis Antonio Córdoba, recoger el cadáver para conducirlo a la frontera y al fin dejarlo en la frontera, porque Córdoba me dijo que así se hacía ver que eran los sandinistas los que lo habían matado”, dijo Rodríguez en el juicio por la muerte de Spadafora. Declaró también que había recogido el cadáver, lo había dejado en un puente de frontera, y regresado al cuartel de David. “Cuando llegamos le informé al mayor Córdoba de que ya habíamos transportado el cadáver al lado tico y luego él se reunió conmigo y los muchachos”.
Córdoba se encargó de que nadie se atreviera a contar nada. Se encargó, como se encargaba de todo, a punta de terror. A Secundino Sánchez, oficial de inmigraciones, le ordenó decir que Spadafora no había entrado a Panamá ese 13 de septiembre.
—Pero mi mayor…
—Carajo, ¡tú vas y dices lo que te digo!
El oficial Eduardo Jaramillo recibió su llamado el 17 de septiembre de 1985 en su oficina de Concepción: “Debes decir que Spadafora nunca estuvo ahí”, dijo Córdoba. “Si haces otra cosa, te atienes a las consecuencias, tú y tu familia”. A José De Gracia, ordenanza de Córdoba en el cuartel de David, lo visitaron de parte del jefe: “No hable, porque Papo le va a hacer daño”. Córdoba mandó llamar a los testigos (oficiales menores, empleados de migraciones y del cuartel en David) y les dijo: Cuidado, acá no ha pasado nada, usted no ha visto nada. El miedo acorraló a unos cuantos y, cuando los llamaron a declarar, dijeron que no sabían, que no habían visto ni oído de Spadafora.
En un polémico fallo, un jurado de conciencia lo absolvió por el crimen de Spadafora en 1993. Para la familia del médico fue un shock. Recuperada la democracia y con el presidente Guillermo Endara en el poder desde diciembre de 1989, quedaba absuelto el referente del crimen más condenable de la dictadura. Los testigos que peregrinaron a tribunales no habían dejado duda de que Papo había sido el prestidigitador de esa muerte y hasta hubo quienes, en los pasillos, insistieron en que fue él quien le quitó la vida.
En el año 2008, el Ministerio Público tomó nota de la investigación de La Prensa sobre los casos de Darién, y el 24 de junio de ese año inició una investigación de oficio por la desaparición de extranjeros “lanzados desde helicópteros en zonas selváticas, en 1982 y 1983”. La causa no avanzó. Tampoco el caso por el secuestro e intento de homicidio del dirigente médico Mauro Zúñiga, ni las denuncias de “maltratos y torturas” contra los detenidos en el cuartel de David, comandado por Córdoba, denuncias que se incluyen sólo parcialmente en el informe que la Comisión de la Verdad publicó en 2002, un libro de 300 páginas basado en la recopilación de 110 casos de personas desaparecidas y asesinadas desde 1968 hasta 1989.
Luis Antonio Córdoba fue a parar al calabozo por el crimen de Edwin Heredio Amaya, el campesino asesinado en 1984 en Chiriquí por agentes de las Fuerzas de Defensa que le obedecían. En el juicio, Papo negó todo, pero un tribunal lo condenó a 20 años en 1992 y la Corte ratificó en 1995: culpable por instigador y autor intelectual.
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—Papo era un hombre completamente degradado, un sanguinario al que se le atribuyen muchas ejecuciones —dice Mauro Zúñiga, el médico torturado por hombres de Córdoba en Chiriquí.
—Han agrandado todo, construido un mito. Nunca fue así como dicen —cuenta Hilario Trujillo, el amigo de la infancia de Papo—. ¿Sabes lo buen amigo que es? Cuando yo estuve a punto de morirme y fui a operarme a Cuba, él prometió no tomar más si me curaba y fue a visitarme. Era alcohólico y nunca más tomó, por mí.
“A Papo había que obedecerle”, dijo durante el juicio Alejandro González Revilla, empleado en la aduana de Chiriquí en los tiempos del asesinato de Spadafora.
—La historia dice que cada miércoles salía Papo con esos prisioneros y los tiraba de una
patada al mar. Él nunca habló de eso, pero yo lo creo —cuenta Ricardo Morales, el amigo de la Academia Militar que ahora trabaja en temas de seguridad en Miami—. Yo en la Academia lo vi con saña, pero no de esa saña de querer matar a alguien, sino más bien de demostrar autoridad.
—Era malo, loco, yo le tenía terror —diijo el abogado Mario Rognoni, que lo visitaba en la cárcel, aquella mañana de 2014—. Inspiraba terror: lo que le provocaba, lo hacía. Para él, un enemigo era a muerte. Pero en la cárcel se transformó.
—A nosotros no nos importa su pasado, es un tema que resolvió él en su conciencia con Dios. Y Dios perdona —dice Maribel, líder espiritual en el Ministerio Cristiano El Águila.
—No sé si se habrá arrepentido, pero nunca lo vi hacerse cargo de nada ni pedir perdón públicamente por matar hasta a los suyos —dice Milton Castillo, ex militar de las Fuerzas de Defensa.
—¿Que está arrepentido? Nunca habló, nunca reconoció nada, nunca dijo dónde está la cabeza de mi hermano Hugo —dice Carmenza Spadafora—. Yo creo que es un perverso de esos que no sienten arrepentimiento y se engañan. Él mandó a matar a mi hermano.
—Papo era un psicópata, disfrutaba asesinar. De todos los asesinos de Noriega, era el más allegado a él. O sea que era el peor —dice Guillermo Sánchez Borbón, el periodista que tuvo que correr al exilio por informar sobre la dictadura—. Pero bueno, se puede haber arrepentido. Tú que lo viste, ¿qué crees? ¿está arrepentido?
En 1989, Manuel Noriega dijo: “Hay gente que no me quiere porque dice que soy malo. Pero los malos de verdad vienen atrás mío, así que mejor aguántense a Noriega”.
Para Noriega, el más malo de su tiempo en Panamá era, posiblemente, Papo Córdoba.
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En 1987, cuando Roberto Díaz Herrera, jefe del Estado Mayor, decidió denunciar que el de Spadafora había sido un asesinato pergeñado por Noriega y los suyos, la gente explotó: brotó una cruzada civil en contra de la dictadura, hubo protestas diarias, marchas multitudinarias en las calles y manifestaciones con bocinazos cada medio día en el distrito financiero.
Papo era jefe de la Dirección de Tránsito desde ese año. Después de La Chorrera, de Darién y Chiriquí, terminaría su carrera en la capital en un puesto sin peso militar pero estratégico: cualquiera que pretendiera conducir tenía que pasar por la oficina que él manejaba, desde el último motociclista hasta las fuerzas yanquis del Comando Sur. Era un cargo que, además, lo alejaba de las complicaciones por el caso Spadafora y le permitía estar cerca de Noriega, el todopoderoso comandante de las Fuerzas de Defensas, que había puesto a Eric Arturo Delvalle en la presidencia luego de sacar a Nicolás Ardito Barletta, en septiembre de 1985. En la capital, Papo reunía a los integrantes del Centro de Estrategia Militar, un comando de los allegados a Noriega, para acordar los pasos que iban a seguir contra los civilistas, los gringos y los políticos opositores. En ese espacio se concibió la idea de convocar a la ciudadanía a defender la soberanía del país y la vida del general. Más de 5.000 jóvenes de los barrios más pobres golpearon a las puertas de los cuarteles en abril de 1988 para pedir entrenamiento. Habían visto en las noticias que llegaban al país soldados yanquis para reforzar los 10.000 que ya estaban en la Zona del Canal. Esos jóvenes respondían al llamado de defensa del Gobierno contra la amenaza militar de Estados Unidos y formaron un ejército de civiles armados, llamado Batallones de la Dignidad. Según publicó el periódico La República el 26 de noviembre de 1989, los Batallones de la Dignidad advertían que “si el general Noriega muere, los fusiles de los Batallones de la Dignidad apuntarían hacia las mansiones de los opositores panameños”.
En octubre de 1989, el mayor Moisés Giroldi intentó derrocar a Noriega, tomando el Cuartel Central y apresándolo. Astuto, Noriega le habló: “Recapacita, hombre, somos amigos. Cómo es que tú puedes hacerme eso a mí, si somos compadres. Deja, hombre, si abandonas la idea te prometo que te doy la jubilación y vas a casa en paz”. Noriega lo convenció y fue liberado.
“La traición se paga con vida”, dicen que le dijo Papo a Noriega cuando controlaron la situación. Giroldi fue fusilado la madrugada del 4 de octubre, tras horas de tormento. Tenía heridas de bala, el cráneo y las costillas fracturadas. En los días que siguieron, Noriega y los suyos mataron a 70 oficiales rebeldes.
Hoy Papo luce distinto a como lucía en los años en los que festejaba el fusilamiento de Moisés Giroldi. La foto de la edición de aquel día del periódico Crítica muestra en el centro a un Noriega victorioso, sonrisa sobradora y el puño derecho en alto, cubriendo parte del rostro de Luis Antonio Córdoba, más joven y abultado. La fajina verde militar desabrochada y arrugada contrasta con el aspecto acicalado que muestra Papo hoy, como pastor.
Cuando todo terminó, Papo festejó con Noriega. Salieron victoriosos a mostrar que habían reprimido el golpe y brindaron hasta la mañana siguiente. No importaba que el destino ya estuviera marcado, que Estados Unidos ahorcara al país con sanciones económicas y que dos tribunales de Florida procesaran a Noriega por tráfico de drogas. Aún resistían. Dos meses después, Estados Unidos encontró la excusa para sacar a Noriega del país: soldados panameños asesinaron a uno yanqui en un control de carretera. Fue uno de esos accidentes que definen la historia: los gringos se negaron a frenar el carro ante la orden de los locales, que les dispararon. El presidente George Bush padre, con la complicidad de gran parte de la elite panameña, decidió invadir Panamá, y eso hizo el 20 de diciembre de 1989.
En la madrugada llovieron paracaidistas. El aluvión de artillería que ensangrentó al populoso barrio El Chorrillo encontró a Hilario Trujillo y a Papo recorriendo la ciudad para reducir las fuerzas de los invasores. Lo inútil e irrisorio de la estrategia no los detuvo: eran dos para frenar a un batallón.
—Escaramuzas —dice Trujillo, el amigo de la infancia de Córdoba que también fue parte de la dictadura como jefe de la Fuerza Aérea—. Nos articulamos así para golpear al enemigo, mientras nuestros soldados daban batalla en otros puntos de la ciudad.
Se colaban en edificios y disparaban a los soldados gringos del Comando Sur. Durante el día se escondían en casa de sus amantes y por las noches salían a matar. A “hacer lo que hay que hacer”, dice Trujillo.
La cacería para atrapar a Noriega, llamada Operación Causa Justa, se ejecutó en un mes. Cuando estaba vencido y refugiado en la Nunciatura, soldados yanquis allanaron su casa y las de la cúpula de las Fuerzas de Defensa. Lo que supuestamente encontraron en la de Noriega fue portada de periódicos: fajos y fajos de dólares. Estados Unidos exhibió las miserias de su hombre en Panamá cuando ese hombre dejó de ser, precisamente, suyo.
El chalet de Papo en el barrio de San Francisco, donde vivía con su mujer y sus dos hijas, también fue allanado, pero no hay informes acerca de lo que se encontró. Su vida había cambiado mucho: de la renta mínima en Marañón había pasado a la casa propia con tres recámaras, sala y dos baños en Cerro Viento, un suburbio a media hora de la capital, y de allí al coqueto chalet en San Francisco. Ese barrio, en el que vivía al momento de la invasión, son 10 manzanas de ensueño en una de las zonas más caras de la ciudad, con nanas paseando niños, veredas tranquilas y repletas de árboles.
“La familia se vio en la necesidad de abandonar la vivienda en virtud de los destrozos que sobre ella ejecutaron las fuerzas norteamericanas”, notificó la abogada defensora de Córdoba, Ana Belfon, a las autoridades durante el juicio por el asesinato de Spadafora. La casa es grande y hermosa: césped lacio en el jardín de entrada, frente de color ladrillo, techo a dos aguas. En el barrio no hay recuerdos, ni buenos ni malos, sobre Papo.
—No me acuerdo de él. No se lo veía mucho. Andaba siempre con guardaespaldas y camionetas, ni hablaba con los vecinos. Tenía unas niñas y la mujer, pero tampoco me acuerdo mucho. Aquí todo el mundo vive encerrado —dice Sofía, vecina de entonces, que aún vive frente al chalet de los Córdoba.
Además de rastrear documentos secretos, los oficiales norteamericanos apresaron a los altos cargos de las Fuerzas de Defensa, entre los que estaba Papo Córdoba, “por el delito que hubieran cometido” y los entregaron a la Justicia de Panamá, que abrió una instancia de denuncias: quienes tuvieran noticia de que esos hombres habían cometido delitos, que lo dijeran. Papo Córdoba recibió 28 acusaciones, la mayoría de parte de oficiales que dijeron haber sufrido torturas y persecuciones. De esas 28 acusaciones, 14 se convirtieron en procesos y fue condenado por una sola: por el asesinato del campesino Amaya.
Apenas después de la invasión, en diciembre de 1989, Papo Córdoba fue encerrado en una base militar estadounidense. Luego fue trasladado a la cárcel El Renacer. Allí, en la celda número 11 —sin lujos, pero más cómoda que las comunes y con televisión—, esperó las sentencias por los juicios de Spadafora y Amaya. Compartía la celda con Heráclito Sucre, el militar que había disparado la bala que mató a Moisés Giroldi. En la cárcel, con Noriega preso en Estados Unidos, Papo puso fin a su matrimonio con Gioconda Haydee Herrera, consolidó el vínculo con la pastora María, y un día abrió la Biblia y se hizo la luz.
—Yo vivía en tinieblas entre los barrotes de la cárcel. Caminaba en tinieblas a las 12 del día.
Condenado desde 1994 a pasar 7.300 días que prometían ser iguales, hastiado del lugar donde nada cambiaba, cambió él.
Salió el 30 de diciembre de 2004 con libertad condicional. En la puerta lo esperaban su madre, Abigaíl Morales de la Paz, y la pastora María. “No siento odio ni rencor y estos 15 años en prisión me sirvieron para acercarme más a Dios”, dijo a los periodistas al salir. En Panamá hubo 30 militares condenados por homicidio, torturas, peculado y secuestro, pero en 2011 la gente que tenía 20 años preguntaba quién era Noriega cuando los medios anunciaron la repatriación del dictador tras 19 años de encierro entre Estados Unidos (donde en 1992 lo sentenciaron a 40 años por vinculaciones con el cartel de Medellín) y Francia, donde en 2010 lo condenaron a siete años por blanqueo de dinero del narcotráfico. Los archivos de la dictadura son inaccesibles porque el grueso está en Estados Unidos y la Comisión de la Verdad no hace públicos los que están en el país. Cuando el Movimiento Panameños por la Identidad presentó un proyecto de ley para que la Asamblea aprobara el restablecimiento de la cátedra de Relaciones con Estados Unidos en las escuelas, en 2014, el presidente Ricardo Martinelli dijo que esa materia lo único que hace es “crear tensiones”. Y las tensiones atentan contra los negocios.
“No te afanes, que Dios proveerá lo que necesitas y podrás ir a ese restaurante que te
gusta”, dice Papo a sus fieles. “Si usted da, usted va a recibir —recita siempre en el momento de la colecta—. En la medida en que usted da, más va recibir”.

Tiempos de pastor. Papo Córdoba con una biblia.
*
—¿A usted no le han dicho ya mis amigos que a mí no me gusta hablar de eso? —dice Papo Córdoba, sin inmutarse, en la puerta del Ministerio Cristiano El Águila.
Los amigos dicen que Papo enterró el pasado y que no va a abrir esa tumba por nada del mundo. Dicen también que es profundamente desconfiado, y que adivina las intenciones ajenas al vuelo, tras años de trabajo en Inteligencia. Pero yo quiero saber si fue hasta los pies del cadáver de Hugo Spadafora y le cortó la cabeza con su cuchillo de carnicero. Si gozaba torturando la carne de los otros. Si le gustaba sentir cómo los demás le tenían miedo. Si recuerda con placer esa época de desenfreno, droga, vejámenes y orgías. Eso es lo que quiero saber. Pero ahora le digo que sólo serían un par de preguntas zonzas.
—El pasado es eso: pasado —dice él, sonriente y sin alterarse, con un aplomo que luce a truco de escondedor experimentado.
Es 16 de febrero y acaba de recitar el sermón de cada domingo. Estamos fuera del templo. Él sujeta las llaves de su 4×4, estacionada a unos pasos. Los brazos laxos a los costados del cuerpo, el sol apenas lo roza debajo de la galería del Ministerio Cristiano El Águila, que es puro vidrio ploteado con mensajes bíblicos. El calor tampoco parece afectarlo, recto e impoluto como está, embutido en su traje oscuro.
—El pasado no está más y no voy a hablar de eso. Ahora estoy en las cosas de Dios.
Hace un rato, parado sobre el escenario, detrás del atril serigrafiado, Papo decía:
—Lo que callas, las piedras clamarán.
Los fieles respondían: “Amén”.
About the author
Periodista y editora, Sol es co-fundadora de Concolón y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ). Dirigió los especiales Duelo. Memorias de la Invasión y Panamá Files. Antes de eso, trabajó en medios de España, Colombia, Argentina y Panamá, y publicó en otros como The New York Times, Harpers Magazine e IICIJ (EEUU), El País (España), El Faro (El Salvador), Soho (Colombia), Revista Anfibia (Argentina), entre otros. Escribió la novela gráfica Duelo y participó en los en libros como 'Los Malos' (2015), 'Un mundo lleno de futuro' (2017) y 'Perdimos' (2019). Sesuda como pocas, dice que como le preocupa mucho más la investigación que la escritura, las primeras versiones de sus textos siempre son un caos insufrible y también infumable. Aquí, su última historia para Concolón.