Fotografía: Servicio Público del U.S. Army
En 1989 Estados Unidos invadió Panamá, el suceso más traumático de los últimos 50 años. Pero por más que se recuerde cada diciembre, sin reparación material o simbólico para las víctimas, la memoria quedará aniquilada
La memoria histórica es una trampa según quién la promueva y qué apellidos acumule. No suele ser el poder amigo de la memoria histórica crítica, tampoco de la verdad que tenga consecuencias legales y sociales, culturales y simbólicas. Tampoco son amigos los sectores más dogmáticos de la sociedad de memorias históricas preñadas de matices o de ángulos diversos. De hecho, ¿cuál es la memoria histórica de la invasión gringa a Panamá?: ¿la de las víctimas civiles?, ¿la de los victimarios nacionales?, ¿la de los victimarios extranjeros?, ¿la de los cómplices pasivos?, ¿la de los que ganaron en la jugada del ajedrez geoestratégico de las Américas?, ¿la de los perdedores del mismo juego?, ¿la de los periodistas que contaban sin saber?, ¿la de los periodistas que se callaron lo que sabían?

No hay una memoria válida única y universal, porque no hay una Verdad (así, con mayúscula) universal, excepto para aquellas personas que, enceguecidas por la brutal luminosidad de la fe o del dogma, prefieren la mentira única compartida a lidiar con una historia repleta de conflicto y contradicciones, como lo es la Historia (así, con mayúscula).
Sin embargo, Panamá es un caso singular en la negación de la historia compartida y de la memoria sobre el suceso más traumático vivido por su sociedad en los últimos 50 años. Este 20 de diciembre se cumplen 28 años del inicio de una invasión que agrietó cualquier rastro de cohesión social e hipotecó cualquier proyecto-país soberano. Pero La Invasión (así, con mayúsculas) sigue estando plagada de tabúes, de medio verdades, de mentiras compartidas, de silencios atronadores que hacen tanto daño como las balas y las bombas.

Prueba de ello es el estruendoso fracaso de la Comisión 20 de Diciembre, cacareada por Varela & Cia desde su sede en al Palacio de las Garzas y secuestrada desde esas mismas oficinas. Los medios nacionales y, por tanto, la opinión pública, no ha reaccionado ante las denuncias de Enrique Illueca de cómo se ha bloqueado cualquier posibilidad de que el grupo de ‘notables’ llegue con suficiencia a lograr los objetivos previstos: “determinar el número e identidad de las víctimas” de la invasión, “investigar las violaciones a los derechos humanos, al derecho internacional y al derecho humanitario”, “evaluar la propuesta de declarar día de duelo nacional” el 20 de diciembre –la fecha del inicio de la invasión-, “recomendar las medidas de reparación y reivindicación”, y elaborar un informe final.

Prueba del miedo a la memoria histórica es que casi nadie traza las relaciones entre los personajes del poder actual (económico, ejecutivo, legislativo y judicial) y lo acontecido en la triste Navidad de 1989. De aquellos escombros, estas riquezas; de aquella invasión pactada desde el interior, esta debilidad institucional; de aquellas renuncias a la soberanía esta poca legitimidad del sistema político nacional; de aquel diseño de país trazado en Fort Clayton esta neoinvasión en forma de inversionistas, especuladores y piratas del siglo XXI; de aquellas fosas comunes, esta imposibilidad de saber con certeza qué pasó, a quién le pasó y quiénes fueron los responsables intelectuales de tal ataque a la dignidad humana.
No es que no se hayan publicado ediciones especiales (de hecho, cada 20 de diciembre se repiten los mitos en cansona letanía), libros o ensayos sobre lo ocurrido… es que se publique lo que se publique (sea parte de las verdades o alimento para la gran Mentira -así con mayúscula-) si no hay aplicación de algún tipo de justicia (aunque sea transicional), si no hay reparación material y simbólica a las víctimas y si no se establecen garantías de no repetición, la memoria histórica no forma parte de la memoria necesaria sino de la archivística invisibilizadora.

Periodistas, historiadores, sociólogos y otros profesionales tiene un reto aún pendiente. Y lo tendrán que afrontar sin recursos y sin respaldo, porque está claro que los poderes en Panamá pueden prometer memoria y dignidad pero siempre terminarán fomentando el pírrico ritualismo y la elusión de las consecuencias políticas y judiciales. Es imprescindible, diría yo, un proceso de autogestión de la memoria histórica, un decidir qué hacer con ella, un establecer tribunales simbólicos, un pintar paredes y levantar monumentos, un reconocer de manera comunitaria que lo ocurrido no fue una anécdota histórica, sino la herida sangrante que lastra el futuro.
About the author
Periodista, activista de derechos humanos, librero y gestor de sueños colectivos, Paco Gómez Nadal vivió en Panamá desde durante siete años, desde 2004 hasta 2011, cuando el gobierno de Ricardo Martinelli interrumpió de manera violenta su residencia en el país. Fue detenido, junto a Pilar Chato, el 27 de febrero de 2011 y expulsado de Panamá 48 horas después.